lunes

La caída, el castigo y sus efectos


El castigo personal de nuestrosprimeros padres se halla descrito en el Génesis; pero aún en él mismo se echa de ver la bondad de Dios: pudo aplicarles inmediatamente la pena de muerte, mas no lo hizo por misericordia. Contentóse con privarles de los privilegios especiales que les había otorgado, esto es, del don de integridad y de la gracia habitual : conservaron, pues, su naturaleza con los dones naturales; cierto que su voluntad quedó debilitada en comparación a como se había con el don de integridad; mas no ha podido probarse que sea más débil que lo hubiera sido en el estado de naturaleza pura; con todo, sigue siendo libre y puede escoger entre el bien y el mal. Quiso aún Dios dejarles la fe y la esperanza, e hizo brillar al mismo tiempo ante sus desmayados ojos la espera de un libertador, que había de salir de su descendencia, vencer al demonio y reparar al hombre caído. También con su gracia actual movió los corazones de ellos a la penitencia y vino tiempo en que les perdonó el pecado.
Mas ¿qué habría de ser del género humano que naciera de la unión de ellos? Habría de nacer privado de la justicia original, o sea, de la gracia santificante y del don de integridad. Estos dones puramente gratuitos, que eran como el patrimonio familiar, no habían de pasar a la posteridad de Adán, sino solo en el caso de que hubiera permanecido fiel a Dios; no habiéndose cumplido la condición esta, nace el hombre privado de la justicia original. Cuando Adán hizo penitencia y recobró la gracia, recobróla como persona privada y para su cuenta particular; no podía, pues, transmitirla a su descendencia. Guardado estaba para el Mesías, para el nuevo Adán, que habría de ser ya para siempre cabeza del género humano, el expiar nuestros pecados e instituir el sacramento de la regeneración para comunicar a cada uno de los bautizados la gracia perdida por Adán.
Los hijos, pues, de Adán nacen privados de la justicia original, o sea, de la gracia santificante y del don de integridad. La privación de esta gracia constituye lo que se llama el pecado original; pecado en sentido lato, que no supone acto alguno culpable por nuestra parte, sino un estado de degradación, y, atendiendo al fin sobrenatural al cual seguimos destinados, una privación, la falta de una cualidad esencial que deberíamos poseer, y, por consiguiente, una mancha, una suciedad moral, que nos excluye del reino de los cielos.
Y porque también perdimos el don de integridad, revuélvese vigorosa dentro de nosotros la concupiscencia, y, si no resistimos esforzadamente a ella, nos arrastra al pecado actual. Nos hallamos, pues, en comparación con el estado primitivo, mermados y heridos, sujetos al error, inclinados al mal, débiles para resistir a las tentaciones. La experiencia demuestra no ser igual la concupiscencia en todos los hombres: no todos, en verdad, tienen el mismo temperamento y carácter, ni, por lo tanto, las pasiones igualmente hirvientes; roto, pues, el freno de la justicia original, que las domeñaba, recobraron las pasiones su libertad, y serán más violentas en unos, y en otros más templadas; tal es la explicación que de ello da Santo Tomás.
¿Habremos de ir más allá, y admitir, con la escuela agustiniana, una cierta merma y disminución de nuestras facultades y energías naturales? No es menester y no puede probarse.
¿Será preciso admitir, con algunos tomistas, una merma o disminución extrínseca de nuestras energías, en el sentido de que tenemos mayor número de dificultades que vencer, en especial la tiranía que el demonio ejerce sobre los que venció, y la carencia de ciertos auxilios naturales que nos hubiera otorgado Dios en el estado de naturaleza pura? Posible es y muy probable; mas también se ha de decir que el aumento ese de dificultades, se halla abundantemente compensado con las gracias que Dios Nuestro Señor nos concede, en virtud de los méritos de su Hijo, con la tutela de los ángeles buenos y especialmente la de nuestros ángeles de la guarda.
En conclusión, sobre la caída original puede decirse en suma que el hombre perdió el justo equilibrio que Dios le había concedido de sus facultades y potencias, y que, en comparación con el estado primitivo, es un herido y un desequilibrado, cual nos lo muestra el estado actual de nuestras facultades.
Échase de ver esto primeramente en nuestras facultades sensitivas:
 a) Los sentidos externos : los ojos se nos van tras de lo llamativo y curioso; los oídos están siempre prestos a escuchar novedades; el tacto busca las sensaciones agradables, sin cuidarse para nada de las leyes de la moral.
 b) Lo mismo ha de decirse de nuestros sentidos internos: tráenos la imaginación mil representaciones más o menos sensuales; corren con ardor y aún con violencia hacia el bien sensible nuestras pasiones, sin atender al aspecto moral del mismo, y procuran arrastrar a la voluntad a que consienta. Cierto que todas estas inclinaciones no son de suyo irresistibles; porque las facultades, de donde proceden, siguen, en cierto modo, sometidas al imperio de la voluntad; mas, ¡cuánta fuerza y estrategia son necesarias para sujetar a todas esas gentes rebeldes!
También las facultades intelectuales, que constituyen el hombre propiamente dicho, el entendimiento y la voluntad, fueron dañadas por el pecado original:
a) Cierto que nuestro entendimiento siguió siendo capaz de conocer la verdad, y de adquirir, aún sin la ayuda de la revelación, a costa de paciente trabajo muchas de las verdades fundamentales del orden natural. Mas, ¡cuan flacamente se ha con respecto a la verdad! En vez de correr de suyo hacia Dios y las cosas divinas, en vez de alzarse del conocimiento de las criaturas a conocer al Criador, como hubiera hecho en su primer estado, tiende a abismarse en el estudio de las cosas criadas sin remontarse a la causa de ellas, a poner toda su atención en lo que sacia su apetito desordenado de saber, y a no cuidar de lo que toca a su fin propio; los cuidados temporales le estorban muy a menudo para pensar en la eternidad.
Y ¡cuan propenso es al errorl Los mil prejuicios que nos atraen, las pasiones que conmueven nuestra alma y la ciegan para que no vea la verdad, hartas veces nos hacen caer en el error, y precisamente en las cuestiones más importantes de las que depende toda nuestra vida moral.
La misma voluntad nuestra, en vez de someterse a la de Dios, tiene sus pujos de independencia; cuéstale mucho obedecer a Dios, y, aún más, a los representantes de Dios. Y, cuando ha de vencer los obstáculos que se oponen al ejercicio del bien, ¡cuan floja y cuan inconstante se muestra!
¿Cuántas veces no se deja arrastrar por el sentimiento y por las pasiones? Con vivos colores describe S. Pablo tan triste flaqueza:  “Non enim quod volo bonum hoc facio sed quod nolo malum hoc ago   si autem quod nolo illud facio non ego operor illud sed quod habitat in me peccatum invenio igitur legem volenti mihi facere bonum quoniam mihi malum adiacet condelector enim legi Dei secundum interiorem hominem video autem aliam legem in membris meis repugnantem legi mentis meae et captivantem me in lege peccati quae est in membris meis infelix ego homo quis me liberabit de corpore mortis huius gratia Dei per Iesum Christum Dominum nostrum igitur ego ipse mente servio legi Dei carne autem legi peccati" :  Por cuanto no hago el bien que quiero; antes bien, hago el mal que no quiero... De aquí es que me complazco en la Ley de Dios según el hombre interior; mas echo de ver otra ley en mis miembros, la cual resiste a la ley de mi espíritu, y me sojuzga a la ley del pecado, que está en los miembros de mi cuerpo. ¡ Oh, qué hombre tan infeliz soy yo! ¿ Quién me libertará de este cuerpo de muerte? La gracia de Dios por Jesucristo Señor nuestro " (Rom, VII, 19-25). El remedio, pues, de tan desdichado estado, es, según el testimonio del Apóstol, la gracia de la Redención.

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