San Pablo no conoció a Cristo según la carne. Pero él no quiere conocer a otro Cristo más que al resucitado, puesto que si “autem Christus non resurrexit inanis est ergo praedicatio nostra inanis est et fides vestra” : si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación (1Cor 15, 14). “despojándose de la forma de Dios para asumir la forma de esclavo” (Flp 2,7), el Verbo había aceptado todas las consecuencias de su “rebajamiento”. Asumió una existencia histórica, vinculada al pecado. Puesto que la carne (sarx) pertenece al orden del pecado:
Hoc scientes quia vetus homo noster simul crucifixus est ut destruatur corpus peccati ut ultra non serviamus peccato. (Rom 6,6)
Nam quod inpossibile erat legis in quo infirmabatur per carnem Deus Filium suum mittens in similitudinem carnis peccati et de peccato damnavit peccatum in carne. (Rom 8, 3)
La carne es pues cómplice y esclava del pecado, y además está marcada por el signo de la muerte:
Propterea sicut per unum hominem in hunc mundum peccatum intravit et per peccatum mors et ita in omnes homines mors pertransiit in quo omnes peccaverunt. (Rom 5, 12)
Quod ergo bonum est mihi factum est mors absit sed peccatum ut appareat peccatum per bonum mihi operatum est mortem ut fiat supra modum peccans peccatum per mandatum. (Rom 7, 13)
Queda casi identificada con la muerte, y tiranizada, por otra parte, por la ley que, dando solo el conocimiento del pecado pero no el poder de evitarlo, agrava su servidumbre:
Omnes declinaverunt simul inutiles facti sunt non est qui faciat bonum non est usque ad unum. (Rom 3, 20)
Lex enim iram operatur ubi enim non est lex nec praevaricatio. (Rom 4, 15)
Stimulus autem mortis peccatum est virtus vero peccati lex. (I Cor 15, 56)
La oposición, frecuente en san Pablo, de la vida según la carne y la vida según el Espíritu, no se refiere a una dualidad de naturaleza en la persona del Verbo encarnado ni a dos fases sucesivas de su existencia histórica. En la primera, el sujeto a las leyes de la naturaleza, El es “semejante a los hombres” (Flp 2, 7). En la segunda, que comienza con la Resurrección, está invadido por el Espíritu y consumado en gloria.
Es cierto que Jesús es Hijo de Dios desde el primer instante de su concepción carnal. San Pablo lo afirma explícitamente. Pero solo la Resurrección revela en plenitud su verdadero ser: “Nacido de la descendencia de David, según la carne, constituido Hijo de Dios, poderoso según el Espíritu de Santidad a partir de la resurrección de entre los muertos” (Rom 1, 3-4). Puesto que, antes de la realización del misterio pascual, es decir, antes de su regreso a la condición de Dios, Cristo, reducido a la condición de esclavo, no gozaba de la gloria divina más que en el trasfondo misterioso de sí mismo. La “carne” era para Él como una barrera opaca que ofuscaba su claridad y retenía su emanación. La muerte hizo saltar esa barrera. Pero no la muerte por sí misma, ya que la muerte, fruto del pecado, no tiene poder de librar de esa barrera. Conclusión: la muerte es el último término de la carnal existencia, no el principio de la vida gloriosa. Pero el poder de Dios resplandece en el sentido de que siendo la muerte de Cristo un acto supremo de obediencia (Flp 2, 8); la santidad, que era en Él principio de sacrificio, se extendió convirtiéndose en luz gloriosa. Todo su ser humano quedó afectado por ese fenómeno. Su resurrección ya no es un retorno a su condición anterior, sino un nacimiento a una nueva vida.
Además, según san Pablo, es Cristo resucitado quien nos salva y nos diviniza, ya que en Él la muerte quedó abolida y con la muerte, el pecado. Si esto no fuera así, de dónde sacó el Apóstol ese grito glorioso: “La muerte ha sido sorbida por la victoria. ¿Dónde está muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón?” (I Cor 15, 54).
La Epístola a los Hebreos trata de la resurrección desde el punto de vista del sacrificio. Y este sacrificio no fue terminado en el Calvario. Al ser paso a Dios, su consumación le es esencial. Según el rito de la Antigua Ley, el gran sacerdote, una vez al año, habiendo inmolado una víctima, la llevaba al sancta Sanctorum del Templo, que figuraba el seno de Dios. De la misma manera –pero ya no en figura- Cristo inmolado, al mismo tiempo sacerdote y víctima, entró en la mañana de Pascua, en el Sancta Sanctorum de la Divinidad. Esta entrada en la gloria es la última fase del sacrificio. La resurrección, obra poderosa del Padre, es el signo luminoso de su aceptación.
Consumación del sacrificio, aceptación por el Padre, acceso al Padre, esto es la Resurrección. Es en Cristo resucitado donde los hombres, a partir de este momento, estarán unidos para tener acceso, ellos también al Santuario (Heb 10, 19), es decir, a la Gloria de Dios.
No es solo para Él mismo que Cristo resucitó. Puesto que Él no es simplemente un hombre entre los hombres, sino que es el Nuevo Adán en el cual está contenida toda la humanidad; su triunfo pascual es el triunfo anticipado, y ya presente esperanza, de todos sus miembros.
Todo sufrimiento, en efecto, es vano si no está encaminado hacia la gloria. La muerte no es más que escándalo, si no es condición de vida transfigurada. Si Cristo resucitó, nosotros también resucitaremos. Y ya hemos resucitado con Él (Col 3, 1). Por esto, nuestra vida espiritual no es solo una vida moral, sino una vida divinizada a lo largo de la cual el sacrificio que impone la obediencia a la conciencia en el combate diarios para el triunfo de las virtudes, de los valores, es la que no conduce también al Sancta Sanctorum del seno de Dios: “pues la momentánea y ligera tribulación nos prepara un peso eterno de gloria incalculable” (2Cor 4, 17).
El misterio de la Pascua se encuentra en el interior del acto libre del cristianismo. La muerte es objeto de experiencia. La resurrección es objeto de fe.
Hoc scientes quia vetus homo noster simul crucifixus est ut destruatur corpus peccati ut ultra non serviamus peccato. (Rom 6,6)
Nam quod inpossibile erat legis in quo infirmabatur per carnem Deus Filium suum mittens in similitudinem carnis peccati et de peccato damnavit peccatum in carne. (Rom 8, 3)
La carne es pues cómplice y esclava del pecado, y además está marcada por el signo de la muerte:
Propterea sicut per unum hominem in hunc mundum peccatum intravit et per peccatum mors et ita in omnes homines mors pertransiit in quo omnes peccaverunt. (Rom 5, 12)
Quod ergo bonum est mihi factum est mors absit sed peccatum ut appareat peccatum per bonum mihi operatum est mortem ut fiat supra modum peccans peccatum per mandatum. (Rom 7, 13)
Queda casi identificada con la muerte, y tiranizada, por otra parte, por la ley que, dando solo el conocimiento del pecado pero no el poder de evitarlo, agrava su servidumbre:
Omnes declinaverunt simul inutiles facti sunt non est qui faciat bonum non est usque ad unum. (Rom 3, 20)
Lex enim iram operatur ubi enim non est lex nec praevaricatio. (Rom 4, 15)
Stimulus autem mortis peccatum est virtus vero peccati lex. (I Cor 15, 56)
La oposición, frecuente en san Pablo, de la vida según la carne y la vida según el Espíritu, no se refiere a una dualidad de naturaleza en la persona del Verbo encarnado ni a dos fases sucesivas de su existencia histórica. En la primera, el sujeto a las leyes de la naturaleza, El es “semejante a los hombres” (Flp 2, 7). En la segunda, que comienza con la Resurrección, está invadido por el Espíritu y consumado en gloria.
Es cierto que Jesús es Hijo de Dios desde el primer instante de su concepción carnal. San Pablo lo afirma explícitamente. Pero solo la Resurrección revela en plenitud su verdadero ser: “Nacido de la descendencia de David, según la carne, constituido Hijo de Dios, poderoso según el Espíritu de Santidad a partir de la resurrección de entre los muertos” (Rom 1, 3-4). Puesto que, antes de la realización del misterio pascual, es decir, antes de su regreso a la condición de Dios, Cristo, reducido a la condición de esclavo, no gozaba de la gloria divina más que en el trasfondo misterioso de sí mismo. La “carne” era para Él como una barrera opaca que ofuscaba su claridad y retenía su emanación. La muerte hizo saltar esa barrera. Pero no la muerte por sí misma, ya que la muerte, fruto del pecado, no tiene poder de librar de esa barrera. Conclusión: la muerte es el último término de la carnal existencia, no el principio de la vida gloriosa. Pero el poder de Dios resplandece en el sentido de que siendo la muerte de Cristo un acto supremo de obediencia (Flp 2, 8); la santidad, que era en Él principio de sacrificio, se extendió convirtiéndose en luz gloriosa. Todo su ser humano quedó afectado por ese fenómeno. Su resurrección ya no es un retorno a su condición anterior, sino un nacimiento a una nueva vida.
Además, según san Pablo, es Cristo resucitado quien nos salva y nos diviniza, ya que en Él la muerte quedó abolida y con la muerte, el pecado. Si esto no fuera así, de dónde sacó el Apóstol ese grito glorioso: “La muerte ha sido sorbida por la victoria. ¿Dónde está muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón?” (I Cor 15, 54).
La Epístola a los Hebreos trata de la resurrección desde el punto de vista del sacrificio. Y este sacrificio no fue terminado en el Calvario. Al ser paso a Dios, su consumación le es esencial. Según el rito de la Antigua Ley, el gran sacerdote, una vez al año, habiendo inmolado una víctima, la llevaba al sancta Sanctorum del Templo, que figuraba el seno de Dios. De la misma manera –pero ya no en figura- Cristo inmolado, al mismo tiempo sacerdote y víctima, entró en la mañana de Pascua, en el Sancta Sanctorum de la Divinidad. Esta entrada en la gloria es la última fase del sacrificio. La resurrección, obra poderosa del Padre, es el signo luminoso de su aceptación.
Consumación del sacrificio, aceptación por el Padre, acceso al Padre, esto es la Resurrección. Es en Cristo resucitado donde los hombres, a partir de este momento, estarán unidos para tener acceso, ellos también al Santuario (Heb 10, 19), es decir, a la Gloria de Dios.
No es solo para Él mismo que Cristo resucitó. Puesto que Él no es simplemente un hombre entre los hombres, sino que es el Nuevo Adán en el cual está contenida toda la humanidad; su triunfo pascual es el triunfo anticipado, y ya presente esperanza, de todos sus miembros.
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6 comentarios:
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