Casi siempre, estos ensayos incluyen ácidos golpes a la corriente indigenista que, por entonces, pretendía presentar una imagen falsificada del Imperio Incaico, negando el aporte occidental en la definición de nuestra identidad. Pareja dice de ellos “son como el hombre sin grandeza que aquilatase el fulgor de las ascuas, pero negase la lumbre de los astros”.
Sabiendo que habrá bastante tiempo para profundizar en su inmortal aporte para con una causa que hoy está tan vigente como ayer, me ha llamado particularmente la atención esta ocasión un ensayo suyo titulado “La Lengua Unánime del Día de Pentecostés y las Expresiones Confundidas en la Torre de Babel” . Un ensayo donde la reivindicación del latín, como lengua oficial de la Iglesia, toma un rol que a veces pasa inadvertido para los actuales tradicionalistas católicos.
He considerado valiosa su transcripción, a la mayor gloria del maestro y de su Sancta Mater Ecclesia:
Cuentan los Hechos de los Apóstoles, que una vez que el Sacro Espíritu de Dios anegó el alma de los primeros milicianos de Cristo, estos se dirigieron a la multitud para predicarle. Integrábanla hombres de todos los dialécticos y lenguajes y no obstante ninguno quedó sin entender la divina conversación de los Apóstoles. Y estos no hablaron sin embargo más que una vez. Cada palabra fue única, pero los vocablos no fueron extranjeros para nadie. El portento conmovió tanto al auditorio que el Reino de Cristo se anexó ese día tres mil individualidades.
Pentecostés representa un día de asueto en la estable e infranqueable variedad lingüística de los humanos. Los idiomas regionales fueron vencidos y cesó la confusión de las palabras. No había pasado nunca eso desde el día inmemorial en que Jehová decretó para hablar, la heterogeneidad de sonidos fonéticos. Y es que Pentecostés simboliza lo contrario de Babel. El uno es la claridad comunitaria y el otro enrevesamiento, el localismo literario. Una de las primeras ocurrencias de los descendientes de Noé fue fabricar un gigantesco rascacielo, torre que llegando a las plantas del azur permitiera el arribo de los seres de la comarca baja hasta el supremo aposento del Creador. Concentraban para ello vastas gruesas de ladrillos y betún y se pusieron a la obra. Entonces el Espíritu de Dios enojado ante tan burda insolencia, cortó por lo sano el proyecto impidiendo la comunicación de los hombres, volviendo, en cierto modo, mudos a unos grupos para con otros grupos. Antes todos hablaban idéntico idioma. Dios desde esa fecha les obligó a morder el aire con acentos desiguales, a ser políglotas. La torre trunca quedó en pleno paraje riente como un recuerdo de la malicia de los hombres y del poder del Hacedor. En Pentecostés, el señor suspendió, por un instante, su decreto gramatical. Los hombres se entendieron como si no hubiera habido nunca fonemas nacionales huraños, incomunicables. Y es que el empeño de los Apóstoles – la creación de la Iglesia- era diametralmente opuesto al de sus remotos antecesores castigados. Estos habían pretendido elevar la tierra hasta el Cielo. Los Apóstoles intentaban traer el Cielo a la tierra. “Mi Reino no es de este mundo”, dijo Jesús y es verdad, entre otras cosas, porque aquí nunca podrá cumplirse. Pero a lo menos podrá esbozarse, anhelarse, ensayarse. Y esa sección de los hombres amantes del Cielo es la Iglesia, torre de ladrillos humanos que quiere servir a la gloria del Altísimo y no la vanidad de los creados. Inmediatamente después del episodio de la Torre de Babel, Dios mandó a los hombres, en castigo de su pretensión, la variedad de lenguas con la que se creó, en cierta forma, la raza de los espíritus. Posteriormente a la Ascención de Cristo nueve días después, cuando el arca nueva iba a ser la urna de redención de los hombres, Dios en premio a la humildad de los que sienten que sin Él, sin el permiso de Su Gracia no pueden llegar hasta el Cielo, permitió la unificación de las jergas para que los Apóstoles, primeros constructores de un torreón inmortal, que verdaderamente llega al empíreo, pudieran con la catequización de tres mil hombres acarrear las primeras piedras sobre lo las que se asentó la Iglesia imperecedera, donde a la larga no se iba a parlamentar con Dios sino en una lengua invariable, universal y clara como el latín.
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