Sólo el Teísmo Católico , que establece eficazmente la trascendencia de Dios sobre todo lo creado y la absoluta dependencia del hombre con respecto a su Creador, puede salvarnos del absurdo de las concepciones políticas de un lado y de otro que depositan su confianza en la soberbia humana, en el ego y en el reino de la carne y la concupiscencia.
Non est potestas nisi a Deo, decía San Pablo en su epístola a los romanos. En la encíclica “Diuturnum Illud”, León XIII fundamentó la autoridad como un poder cualitativamente superior al de las voluntades humanas:
“Para la doctrina católica, el derecho de mandar deriva de Dios, como su principio natural y necesario. No obstante, importa anotar que en algunos casos, aquéllos que han de regir y mandar a los pueblos, pueden ser elegidos por la voluntad y juicio de la multitud, sin que a ello se oponga la doctrina católica. Con la cual elección se designa ciertamente al gobernante, pero no se le confiere el mando, sino que se designa a quién lo ha de ejercer…Aquellos que gobiernan los Estados deben poder exigir la obediencia, con la circunstancia de que los que rehúsen obedecerles, cometen un pecado. Ahora bien, ningún hombre tiene en sí o por sí la atribución de ligar en conciencia los actos libres de los demás. Únicamente Dios, como Creador y Legislador Universal, puede tener tal poder; y el hombre que lo ejerce, por la fuerza ha de reconocer haberlo recibido de Él”.
Sin embargo, antes de profundizar en la teocracia católica como modelo perfecto de política, debemos señalar dos fórmulas teístas sumamente nocivas para la salud de los pueblos, cuando no se someten a la voluntad popular. El conocido constitucionalista peruano Raúl Ferrero las exponía de este modo:
1.- El Derecho Divino Sobrenatural.- La primera tesis considera que Dios, no sólo ha creado el Poder como una necesidad social, sino que designa directamente a las personas investidas de autoridad. El gobernante, de acuerdo a esta primera fórmula, es un elegido del Señor, del mismo modo que declaraba Luis XIV en sus Memorias: “La autoridad de que están investidos los Reyes es una delegación de la Providencia. Es en Dios y no en su pueblo en donde radica la fuente del poder, y solo a Dios deben dar cuenta del poder con que los han investido”. Del mismo modo, en el preámbulo del edicto de diciembre de 1770, Luis XV mantenía que: “Nosotros no hemos recibido nuestra corona sino de Dios”.
De más está decir que muchos tiranos de ayer y hoy han sostenido sus despotismos en mérito a esta tesis.
2.- Derecho Divino Providencial.- Esta vertiente sostiene que los gobernantes son investidos de su respectiva autoridad en mérito a la voluntad divina, pero no de un modo directo, sino mediante la dirección que la Providencia imprime a los acontecimientos y a las voluntades. José de Maistre y Bonald dieron relieve a esta doctrina: “El poder -declaraba Bonald- es legítimo, no en el sentido de que el hombre que lo ejerce sea n nombrado por una orden visiblemente emanada de la divinidad, sino porque está constituido sobre la leyes naturales y fundamentales del orden social, cuyo autor es Dios”.
Posteriormente Hauriou revivió la teoría de Bonald afirmando que la señal divina es la capacidad de ejercer soberanía. Los hombres han sido diversamente dotados y el poder corresponde a la élite política que posee aptitudes especiales para el gobierno.
Doctrina de la Iglesia y de la tradición escolástica.- Siguiendo a San Pablo, los teólogos católicos han afirmado que el poder ha sido instituido por Dios (Omnis potestas a Deo), pero que es conferido por medios humanos. Así lo explicaba en el siglo IV San Juan Crisóstomo, aclarando que San Pablo se había referido al poder y no a un príncipe determinado. Santo Tomás de Aquino, sostuvo el origen divino del poder atribuyéndole al pueblo la designación del gobernante: Omnes potestas a Deo, per populum.
Los teólogos y escolásticos más eminentes combatieron el absolutismo monárquico y, por ende, el derecho divino de los reyes. Confirmando la doctrina esbozada en la Edad Media, durante las a querellas del Emperador con el Papado, dos teólogos de la época renacentista, Suárez y Bellarmino, refutaron la doctrina del derecho divino, sostenida jactanciosamente por Jacobo I, y afirmaron la soberanía popular derivada de Dios.
Ambos eran jesuitas y representan la tradición escolástica democrática. El punto de partida de su doctrina es doble:
i.- La necesidad del poder, ya que el hombre está naturalmente inclinado a la vida en sociedad y ésta supone una autoridad.
ii.- La igualdad de los hombres, que los hace esencialmente libres, sin que nadie pueda arrogarse el derecho de exigir obediencia a otros. El poder viene de Dios, puesto que Dios ha querido que haya una autoridad; pero Dios no lo confiere a unos más que a otros, pues, si bien ha instituido el poder, no designa al titular.
El punto de discrepancia entre esta doctrina escolástica y la monarquía de derecho divino radica en la colación del poder. Para los escolásticos jesuitas, el pueblo ha recibido de Dios el poder y debe transmitirlo a los gobernantes. Estos, pues, reciben la autoridad por colación mediata. En cambio, según los mantenedores del derecho divino sobrenatural, la colación del poder es inmediata y para la teoría del derecho divino providencial, la colación del poder se realiza mediante la dirección que Dios da a los sucesos. Las doctrinas del derecho divino, pues, confunden el hecho de ejercer el poder con el derecho al poder en sí.
Para la escolástica, la condición de legitimidad es la voluntad popular, ella se manifiesta de modo implícito por el asentimiento prestado a quien detenta el poder. Suárez afirmó enfáticamente que el poder es legítimo solo cuando provenga directa o indirectamente del pueblo y se inspira en el bien común.
Decía Bellarmino: “Aún cuando todo el género humano estuviese de acuerdo, no podría negar el poder, ni decretar que ya no habrá príncipes ni gobernantes”. Eso sí, aunque de origen divino, el poder no es dado por Dios a ningún hombre en particular y no hay razón para que un hombre domine a otro, pues el poder ha sido dado a la comunidad. En consecuencia, el poder viene mediatamente de Dios e inmediatamente de los hombres”.
La tesis cristiana sobre el origen divino de la soberanía es un dogma de fe claramente expresado en la Sagrada Escritura y enseñado magistralmente en repetidas ocasiones por la Cátedra Romana. Dios es quien ha propuesto un jefe para gobernar cada nación, leemos en el libro del Eclesiástico; el Antiguo Testamente es enfático en afirmar “Es por Mí que reinan los reyes, por mí que mandan los soberanos, y los jueces administran la justicia”. Los gobernantes reciben el poder por colación mediata. Dios se lo otorga a la sociedad y esta se los transmite a los gobernantes. Cuando Poncio Pilato se jactaba ante Jesucristo del poder que tenía para condenarlo o exculparlo, Cristo le responde: “Tú no tendrías sobre mí ningún poder si no se te hubiese dado de lo alto”.
San Agustín, comentando este pasaje, exclama: Aprendamos aquí de los labios del Maestro lo que enseña, en otra parte, por boca de su Apóstol: que no existe poder más que el que viene de Dios (omnis potestas a Deo est). El mismo San Agustín señala: “ No le reconocemos a nadie el derecho de dar la soberanía y el imperio, sino al único Dios verdadero”.
Por estos motivos, la justificación teológica del poder, tal como está enunciada por la Iglesia, ofrece la única fórmula aceptable a la razón. Duguit sostiene: “nada nos permite afirmar que una voluntad, aunque sea colectiva (admitiendo la existencia de voluntades humanas colectivas) sea superior a una voluntad humana individual”. En efecto, no existe ninguna justificación positivista que sea capaz de demostrar que la voluntad de un hombre sea superior a la de otro. El gobernante que hace una manifestación de voluntad no es sino un hombre “ y esta declaración de voluntad no tiene en sí mas fuerza creadora en el dominio del derecho que el último súbdito…No se puede demostrar que una mayoría tenga legítimamente el poder de imponer su voluntad, aunque dicha mayoría fuera la unanimidad menos uno”.
La comprensión de que todo poder dimana de Dios, y está sometido asimismo a la no violación de sus principios por parte de quienes detentan el poder, nos permite construir una sociedad política de conformidad a los planes divinos y de real armonía. Sin abusos denigrantes como el que cometen las tiranías, ya que Dios condena semejantes abusos. Sin violaciones a los ecosistemas en pos de un progreso que no se atisba sino para unos pocos y en desmedro de las masas, ya que es a Dios a quien pertenece todo lo creado y es al hombre a quién le corresponde administrar fraternalmente tales bienes, etc.
El gran Julio Meinvielle enfatiza además la victoria de la tesis política católica sobre las dos principales aberraciones de índole político de las cuales emergen todos los males de hoy : “Movida la sociedad política por el bien humano, como por su bien específico, queda excluido el liberalismo de origen rousseauniano, que finge la sociedad política como medio de garantizar las libertades individuales; y el estatismo, que sacrifica en las fauces del Moloch-Estado los derechos de los individuos humanos”.
Santo Tomás de Aquino ha expresado con su habitual luminosidad esta doctrina, en el primer capítulo de su opúsculo sobre DEL REINO: “Si es natural al hombre –dice- que viva en sociedad con otros, es necesario que alguien rija la multitud. Porque existiendo muchos hombres, y cada uno buscando aquello que le conviene, la multitud se disolvería si no hubiese quien cuidase del bien de la multitud; del mismo modo que se disolvería el cuerpo del hombre y el de cualquier animal si no existiese en su cuerpo una fuerza de dirección que atendiese al bien común de todos los miembros. Esta consideración movió a Salomón a decir: "Donde no hay un gobernador, el pueblo se disipa". (Prov. 11, 3). Acontece esto razonablemente, pues no es lo mismo lo propio que lo común. Porque en cuanto a lo propio, las cosas difieren: y en cuanto a lo común, se unen. Porque cosas diversas tienen causas diversas. Es, pues, necesario que además de lo que mueve a cada uno a su bien propio, haya algo que lo mueva al bien común de todos”.
Meinvielle enfatiza a ello: “Si el bien común temporal es la razón especificativa del cuerpo social; y si para asegurar la existencia de éste es reclamada la soberanía política, se sigue que ésta, en su esencia y funciones, está limitada por este mismo bien común temporal. Quedan, entonces, fijados con precisión los límites de la soberanía política. El poder soberano, cualquiera que fuere su organización, no puede extralimitarse en sus funciones, de suerte que salga fuera del ámbito de su propia esencia, que es la procuración eficaz del bien común.
Si ampliando el concepto de autoridad pública, tenemos presente que ésta ha de ordenar al bien común los esfuerzos individuales y sociales de seres que se determinan libremente por su razón, concluiremos que la soberanía importa la facultad de imponer a los súbditos ordenaciones razonables que dirijan su actividad hacia el bien común, o sea de regularlos por la ley. Y como la ley sería completa-mente ineficaz sin la facultad de juzgar sobre su cumplimiento e infracción y de aplicar las sanciones correspondientes a los que la violen, se sigue que la soberanía incluye la potestad de legislar, juzgar y castigar a los miembros de la colectividad social para hacerles realizar el bien colectivo.
En resumen: la soberanía política es, entonces, en la buena doctrina de la Iglesia, que encuentra su mejor expresión en Santo Tomás, la facultad que compete a la sociedad política de imponer, en forma efectiva, leyes que aseguren el bien colectivo de la multitud congregada.”
Non est potestas nisi a Deo, decía San Pablo en su epístola a los romanos. En la encíclica “Diuturnum Illud”, León XIII fundamentó la autoridad como un poder cualitativamente superior al de las voluntades humanas:
“Para la doctrina católica, el derecho de mandar deriva de Dios, como su principio natural y necesario. No obstante, importa anotar que en algunos casos, aquéllos que han de regir y mandar a los pueblos, pueden ser elegidos por la voluntad y juicio de la multitud, sin que a ello se oponga la doctrina católica. Con la cual elección se designa ciertamente al gobernante, pero no se le confiere el mando, sino que se designa a quién lo ha de ejercer…Aquellos que gobiernan los Estados deben poder exigir la obediencia, con la circunstancia de que los que rehúsen obedecerles, cometen un pecado. Ahora bien, ningún hombre tiene en sí o por sí la atribución de ligar en conciencia los actos libres de los demás. Únicamente Dios, como Creador y Legislador Universal, puede tener tal poder; y el hombre que lo ejerce, por la fuerza ha de reconocer haberlo recibido de Él”.
Sin embargo, antes de profundizar en la teocracia católica como modelo perfecto de política, debemos señalar dos fórmulas teístas sumamente nocivas para la salud de los pueblos, cuando no se someten a la voluntad popular. El conocido constitucionalista peruano Raúl Ferrero las exponía de este modo:
1.- El Derecho Divino Sobrenatural.- La primera tesis considera que Dios, no sólo ha creado el Poder como una necesidad social, sino que designa directamente a las personas investidas de autoridad. El gobernante, de acuerdo a esta primera fórmula, es un elegido del Señor, del mismo modo que declaraba Luis XIV en sus Memorias: “La autoridad de que están investidos los Reyes es una delegación de la Providencia. Es en Dios y no en su pueblo en donde radica la fuente del poder, y solo a Dios deben dar cuenta del poder con que los han investido”. Del mismo modo, en el preámbulo del edicto de diciembre de 1770, Luis XV mantenía que: “Nosotros no hemos recibido nuestra corona sino de Dios”.
De más está decir que muchos tiranos de ayer y hoy han sostenido sus despotismos en mérito a esta tesis.
2.- Derecho Divino Providencial.- Esta vertiente sostiene que los gobernantes son investidos de su respectiva autoridad en mérito a la voluntad divina, pero no de un modo directo, sino mediante la dirección que la Providencia imprime a los acontecimientos y a las voluntades. José de Maistre y Bonald dieron relieve a esta doctrina: “El poder -declaraba Bonald- es legítimo, no en el sentido de que el hombre que lo ejerce sea n nombrado por una orden visiblemente emanada de la divinidad, sino porque está constituido sobre la leyes naturales y fundamentales del orden social, cuyo autor es Dios”.
Posteriormente Hauriou revivió la teoría de Bonald afirmando que la señal divina es la capacidad de ejercer soberanía. Los hombres han sido diversamente dotados y el poder corresponde a la élite política que posee aptitudes especiales para el gobierno.
Doctrina de la Iglesia y de la tradición escolástica.- Siguiendo a San Pablo, los teólogos católicos han afirmado que el poder ha sido instituido por Dios (Omnis potestas a Deo), pero que es conferido por medios humanos. Así lo explicaba en el siglo IV San Juan Crisóstomo, aclarando que San Pablo se había referido al poder y no a un príncipe determinado. Santo Tomás de Aquino, sostuvo el origen divino del poder atribuyéndole al pueblo la designación del gobernante: Omnes potestas a Deo, per populum.
Los teólogos y escolásticos más eminentes combatieron el absolutismo monárquico y, por ende, el derecho divino de los reyes. Confirmando la doctrina esbozada en la Edad Media, durante las a querellas del Emperador con el Papado, dos teólogos de la época renacentista, Suárez y Bellarmino, refutaron la doctrina del derecho divino, sostenida jactanciosamente por Jacobo I, y afirmaron la soberanía popular derivada de Dios.
Ambos eran jesuitas y representan la tradición escolástica democrática. El punto de partida de su doctrina es doble:
i.- La necesidad del poder, ya que el hombre está naturalmente inclinado a la vida en sociedad y ésta supone una autoridad.
ii.- La igualdad de los hombres, que los hace esencialmente libres, sin que nadie pueda arrogarse el derecho de exigir obediencia a otros. El poder viene de Dios, puesto que Dios ha querido que haya una autoridad; pero Dios no lo confiere a unos más que a otros, pues, si bien ha instituido el poder, no designa al titular.
El punto de discrepancia entre esta doctrina escolástica y la monarquía de derecho divino radica en la colación del poder. Para los escolásticos jesuitas, el pueblo ha recibido de Dios el poder y debe transmitirlo a los gobernantes. Estos, pues, reciben la autoridad por colación mediata. En cambio, según los mantenedores del derecho divino sobrenatural, la colación del poder es inmediata y para la teoría del derecho divino providencial, la colación del poder se realiza mediante la dirección que Dios da a los sucesos. Las doctrinas del derecho divino, pues, confunden el hecho de ejercer el poder con el derecho al poder en sí.
Para la escolástica, la condición de legitimidad es la voluntad popular, ella se manifiesta de modo implícito por el asentimiento prestado a quien detenta el poder. Suárez afirmó enfáticamente que el poder es legítimo solo cuando provenga directa o indirectamente del pueblo y se inspira en el bien común.
Decía Bellarmino: “Aún cuando todo el género humano estuviese de acuerdo, no podría negar el poder, ni decretar que ya no habrá príncipes ni gobernantes”. Eso sí, aunque de origen divino, el poder no es dado por Dios a ningún hombre en particular y no hay razón para que un hombre domine a otro, pues el poder ha sido dado a la comunidad. En consecuencia, el poder viene mediatamente de Dios e inmediatamente de los hombres”.
La tesis cristiana sobre el origen divino de la soberanía es un dogma de fe claramente expresado en la Sagrada Escritura y enseñado magistralmente en repetidas ocasiones por la Cátedra Romana. Dios es quien ha propuesto un jefe para gobernar cada nación, leemos en el libro del Eclesiástico; el Antiguo Testamente es enfático en afirmar “Es por Mí que reinan los reyes, por mí que mandan los soberanos, y los jueces administran la justicia”. Los gobernantes reciben el poder por colación mediata. Dios se lo otorga a la sociedad y esta se los transmite a los gobernantes. Cuando Poncio Pilato se jactaba ante Jesucristo del poder que tenía para condenarlo o exculparlo, Cristo le responde: “Tú no tendrías sobre mí ningún poder si no se te hubiese dado de lo alto”.
San Agustín, comentando este pasaje, exclama: Aprendamos aquí de los labios del Maestro lo que enseña, en otra parte, por boca de su Apóstol: que no existe poder más que el que viene de Dios (omnis potestas a Deo est). El mismo San Agustín señala: “ No le reconocemos a nadie el derecho de dar la soberanía y el imperio, sino al único Dios verdadero”.
Por estos motivos, la justificación teológica del poder, tal como está enunciada por la Iglesia, ofrece la única fórmula aceptable a la razón. Duguit sostiene: “nada nos permite afirmar que una voluntad, aunque sea colectiva (admitiendo la existencia de voluntades humanas colectivas) sea superior a una voluntad humana individual”. En efecto, no existe ninguna justificación positivista que sea capaz de demostrar que la voluntad de un hombre sea superior a la de otro. El gobernante que hace una manifestación de voluntad no es sino un hombre “ y esta declaración de voluntad no tiene en sí mas fuerza creadora en el dominio del derecho que el último súbdito…No se puede demostrar que una mayoría tenga legítimamente el poder de imponer su voluntad, aunque dicha mayoría fuera la unanimidad menos uno”.
La comprensión de que todo poder dimana de Dios, y está sometido asimismo a la no violación de sus principios por parte de quienes detentan el poder, nos permite construir una sociedad política de conformidad a los planes divinos y de real armonía. Sin abusos denigrantes como el que cometen las tiranías, ya que Dios condena semejantes abusos. Sin violaciones a los ecosistemas en pos de un progreso que no se atisba sino para unos pocos y en desmedro de las masas, ya que es a Dios a quien pertenece todo lo creado y es al hombre a quién le corresponde administrar fraternalmente tales bienes, etc.
El gran Julio Meinvielle enfatiza además la victoria de la tesis política católica sobre las dos principales aberraciones de índole político de las cuales emergen todos los males de hoy : “Movida la sociedad política por el bien humano, como por su bien específico, queda excluido el liberalismo de origen rousseauniano, que finge la sociedad política como medio de garantizar las libertades individuales; y el estatismo, que sacrifica en las fauces del Moloch-Estado los derechos de los individuos humanos”.
Santo Tomás de Aquino ha expresado con su habitual luminosidad esta doctrina, en el primer capítulo de su opúsculo sobre DEL REINO: “Si es natural al hombre –dice- que viva en sociedad con otros, es necesario que alguien rija la multitud. Porque existiendo muchos hombres, y cada uno buscando aquello que le conviene, la multitud se disolvería si no hubiese quien cuidase del bien de la multitud; del mismo modo que se disolvería el cuerpo del hombre y el de cualquier animal si no existiese en su cuerpo una fuerza de dirección que atendiese al bien común de todos los miembros. Esta consideración movió a Salomón a decir: "Donde no hay un gobernador, el pueblo se disipa". (Prov. 11, 3). Acontece esto razonablemente, pues no es lo mismo lo propio que lo común. Porque en cuanto a lo propio, las cosas difieren: y en cuanto a lo común, se unen. Porque cosas diversas tienen causas diversas. Es, pues, necesario que además de lo que mueve a cada uno a su bien propio, haya algo que lo mueva al bien común de todos”.
Meinvielle enfatiza a ello: “Si el bien común temporal es la razón especificativa del cuerpo social; y si para asegurar la existencia de éste es reclamada la soberanía política, se sigue que ésta, en su esencia y funciones, está limitada por este mismo bien común temporal. Quedan, entonces, fijados con precisión los límites de la soberanía política. El poder soberano, cualquiera que fuere su organización, no puede extralimitarse en sus funciones, de suerte que salga fuera del ámbito de su propia esencia, que es la procuración eficaz del bien común.
Si ampliando el concepto de autoridad pública, tenemos presente que ésta ha de ordenar al bien común los esfuerzos individuales y sociales de seres que se determinan libremente por su razón, concluiremos que la soberanía importa la facultad de imponer a los súbditos ordenaciones razonables que dirijan su actividad hacia el bien común, o sea de regularlos por la ley. Y como la ley sería completa-mente ineficaz sin la facultad de juzgar sobre su cumplimiento e infracción y de aplicar las sanciones correspondientes a los que la violen, se sigue que la soberanía incluye la potestad de legislar, juzgar y castigar a los miembros de la colectividad social para hacerles realizar el bien colectivo.
En resumen: la soberanía política es, entonces, en la buena doctrina de la Iglesia, que encuentra su mejor expresión en Santo Tomás, la facultad que compete a la sociedad política de imponer, en forma efectiva, leyes que aseguren el bien colectivo de la multitud congregada.”
No hay comentarios:
Publicar un comentario