miércoles

Sobre la envidia

Es necesario, dice San Pablo, “complacerse en la verdad” (1 Cor 13, 6), cualquiera que sea y de donde venga. El envidioso se entristece de los valores que ve brillar en los otros, de los cuales está o se cree desprovisto. Llega hasta negar que aquello sea un valor. En este caso la envidia se llama resentimiento.
El envidioso se ensombrece por todo lo que ve que lo supere en fuerza, riqueza o talento. Es porque no ama. Se ama a sí mismo, y se ama mal. Si se amara o se amara bien –puesto que hay un amor de sí mismo que no es egoísmo- no se disgustaría de esa fuerza, riqueza o talento que florecen a su alrededor y hacen al mundo más bello.
“Lo primero que permite juzgar a los que han llegado a sabios, es la manera de recibir a los jóvenes. ¿Ven en ellos a futuros rivales, que posiblemente eclipsarán su memoria en la historia? ¿No les mostrarán más que una benevolencia provisional, que se alarmará o se irritará ante los éxitos demasiado rápidos o demasiado brillantes? O, por el contrario, ¿los reciben como a futuros compañeros de armas, a quienes dejarán la consigna cuando se retiren de la lucha, como colaboradores suyos en esa gran empresa siempre destinada a avanzar y nunca detenerse? ¿Aceptarán que estos jóvenes les contradigan, aún cuándo sea tímidamente?" (Henri Poincaré, Savants et écrivains, pág. 12).
Con la envidia sin lugar a dudas, se toca en su raíz el egoísmo. Por ella, dice el libro de la Sabiduría, entró la muerte en el mundo (Sab 2, 24). Por celos, Caín mató a Abel. Por celos, los fariseos entregaron a Jesús, etc.

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