domingo

¿Por qué decimos en el Credo que Jesucristo descendió a los infiernos?

Cuatro fueron los motivos por los que Cristo bajó al infierno con el alma:

Primero para sufrir todo el castigo del pecado, y así expiar por completo la culpa. El castigo del pecado del hombre no consistía sólo en la muerte del cuerpo, sino que había también un castigo para el alma: como también ésta había pecado, también el alma misma era castigada careciendo de la visión de Dios, pues aún no se había dado satisfacción para liquidar esta carencia. Por eso, antes del advenimiento de Cristo, todos, incluso los santos padres, bajaban al infierno luego de su muerte. Cristo, pues, para sufrir todo el castigo asignado a los pecadores, quiso no sólo morir, sino además descender al infierno en cuanto a su alma. "He sido contado entre los que descienden al lago; he venido a ser como hombre sin socorro, libre entre los muertos" (Ps 87,5 6). Los otros se encontraban allí como esclavos; Cristo, como libre.

El segundo motivo fue para auxiliar de manera perfecta a todos sus amigos. Efectivamente, tenía amigos no sólo en el mundo, sino también en el infierno. En este mundo hay algunos amigos de Cristo, los que tienen el amor; pero en el infierno se encontraban muchos que habían muerto en el amor y la fe del que había de venir, como Abraham, Isaac, Jacob, Moisés, David y tantos otros varones justos y perfectos. Puesto que Cristo había visitado a los suyos que estaban en el mundo, y había acudido en su auxilio por medio de su Muerte, quiso también visitar a los suyos que se hallaban en el infierno, y acudir en su auxilio bajando a ellos. "Penetraré en todas las partes inferiores de la tierra, visitaré a todos los que duermen, e iluminaré a todos los que esperan en el Señor" (Eccli 24,45).

El tercer motivo fue para triunfar por completo sobre el diablo. Uno triunfa por completo sobre otro cuando no solamente lo vence a campo abierto, sino que incluso le invade su propia casa, y le arrebata la sede de su reino y su palacio. Cristo ya había triunfado sobre el diablo, y en la Cruz lo había derrotado: "Ahora es el juicio del mundo, ahora el príncipe de este mundo (es decir, el diablo) será echado fuera" (Jn 12,31). por eso, para triunfar por completo, quiso arrebatarle la sede de su reino, y encadenarlo en su palacio, que es el infierno. Por eso bajó allá, y saqueó sus posesiones, y lo encadenó, y le arrancó su botín. "Despojando a los Principados y Potestades, los exhibió públicamente, triunfando sobre ellos en Sí mismo" (Col 2,15).

De forma parecida también; puesto que Cristo había recibido potestad, y tomando posesión sobre el cielo y sobre la tierra, quiso asimismo tomar posesión del infierno, de modo que, según las palabras del Apóstol, "al nombre de Jesús toda rodilla se doble, en el cielo, en la tierra y en el infierno" (Philp 2,10). "En mi nombre expulsarán a los demonios" (Mc 16,17).

El cuarto y último motivo fue para librar a los santos que se encontraban en el infierno. Así como Cristo quiso sufrir la muerte para librar a los santos que se encontraban en el infierno. Así como Cristo quiso sufrir la muerte para librar de la muerte a los vivos, así también quiso bajar al infierno para librar a los que allí estaban. "Tú también por la sangre de tu alianza hiciste salir a tus cautivos del lago en que no hay agua" (Zach 9,11). "Seré, muerte, tu muerte; seré, infierno, tu mordisco" (Os 13,14).

En efecto, aunque Cristo destruyó por completo la muerte, no destruyó por completo el infierno, sino que le dio un bocado, pues no libró del infierno a todos. Libró sólo a los que se hallaban sin pecado mortal y sin pecado original: de éste último habían quedado libres en cuanto a su persona por medio de la circuncisión, y antes de la circuncisión, los desprovistos de uso de razón que se habían salvado en virtud de la fe de unos padres creyentes, y los adultos por medio de los sacrificios y en virtud de la fe en Cristo que había de venir; todos ellos se encontraban en el infierno a causa del pecado original de Adán, del que únicamente Cristo podía librarlos en cuanto a la naturaleza. Dejó, pues, allí a los que habían bajado con pecado mortal, y a los niños no circuncidados. Por eso dice: "Seré, infierno, tu mordisco".

Queda así claro que Cristo descendió a los infiernos, y por qué

De todo lo expuesto podemos sacar cuatro enseñanzas.

En primer lugar, una firme esperanza de Dios. Por muy abrumado que se encuentre un hombre, siempre debe esperar su ayuda y confiar en El. No hay situación tan angustiosa como estar en el infierno. Por consiguiente, si Cristo libró a los suyos que estaban allí, todo hombre, con tal que sea amigo de Dios, debe tener gran confianza de ser librado por El de cualquier angustia. "Esta (la Sabiduría) no desamparó al justo vendido..., y descendió con él al hoyo, y en la prisión no lo abandonó" (Sap 10,13 14). Y como Dios ayuda especialmente a sus siervos, muy tranquilo debe vivir quien sirve a Dios. "Quien teme al Señor de nada temblará, ni tendrá pavor, porque él mismo es su esperanza" (Eccli 34,16).

En segundo lugar, debemos caminar en temor y no ser temerarios; pues aunque Cristo padeció por los pecadores, y descendió al infierno, sin embargo no libró a todos, sino sólo a aquellos que no tenían pecado mortal, según hemos dicho. A los que habían muerto en pecado mortal, los dejó allí. Por tanto, nadie que muera en pecado mortal espere perdón. Al contrario, estará en el infierno tanto tiempo como los santos padres en el paraíso, es decir, para siempre. "Irán éstos al suplicio eterno; los justos, en cambio, a la vida eterna" (Mt 25,46).

En tercer lugar, debemos tener diligencia. Cristo descendió a los infiernos por nuestra salvación, y nosotros también hemos de ser diligentes en bajar allá con frecuencia mediante la consideración de aquellos tormentos, se entiende , conforme hacía el santo varón Ezequías, que canta: "Yo dije: en medio de mis días bajaré hasta las puertas del infierno" (Is 38,10). Pues quien desciende allá frecuentemente en vida con el pensamiento, no es fácil que descienda al morir, porque tal pensamiento aparta del pecado. En efecto, vemos que los hombres de este mundo se guardan de cometer delitos por miedo al castigo corporal; por consiguiente, ¡cuánto más han de guardarse por miedo al castigo del infierno, que es mayor en duración, intensidad y número de tormentos! "Acuérdate de tus postrimerías, y no pecarás jamás" (Eccli 7,40).

En cuarto lugar, recibimos una lección de amor. Si Cristo descendió a los infiernos para librar a los suyos, también nosotros debemos bajar allá para ayudar a los nuestros. Ellos por sí solos nada pueden; por tanto, debemos ayudar a los que se hallan en el purgatorio. Demasiado sensible sería quien no auxiliara a un ser querido encarcelado en la tierra; más insensible es el que no auxilia a un amigo que está en el purgatorio, pues no hay comparación entre las penas de este mundo y las de allí. "Compadeceos de mí, compadeceos de mí siquiera vosotros mis amigos, porque la mano del Señor me ha tocado" (Iob 19,21). "Es santo y piadoso el pensamiento de rogar por los difuntos para que se vean libres de sus pecados (2 Mach 12,46).

De tres maneras principalmente, según dice Agustín, se les puede auxiliar: con misas, con oraciones y con limosnas. Gregorio añade una cuarta, el ayuno. No es extraño: también en este mundo una persona puede dar satisfacción por otra. Todo ello hay que entenderlo únicamente de los que están en el purgatorio.

Dos cosas necesita conocer el hombre: la gloria de Dios y los castigos del infierno. Estimulados por la gloria y atemorizados por el castigo se guardan y retraen los hombres del pecado. Pero ambas cosas son bastante difíciles de conocer. De la gloria leemos: "¿Quién investigará lo que hay en el cielo?" (Sap 9,16). Difícil es para los terrenales, porque "el que es de la tierra, de la tierra habla" (Jn 3,31); sin embargo, no es difícil para los espirituales, porque "el que viene del cielo, está por encima de todos", según se dice a renglón seguido. Por eso bajó Dios de cielo, y se encarnó, para enseñarnos las cosas celestiales.

Era también difícil conocer los castigos del infierno. En boca de los impíos se ponen estas palabras: "De nadie se sabe que haya vuelto del infierno" (Sap 2,1). Pero tal cosa no puede decirse ya; así como descendió del cielo para enseñarnos las cosas celestiales, igualmente resucitó de los infiernos para instruirnos sobre éstos. Por consiguiente, es necesario creer no sólo que se hizo hombre, y murió, sino que resucitó de entre los muertos. Por ello profesamos: "Al tercer día resucitó de entre los muertos".

Muchos otros resucitaron de entre los muertos también, como Lázaro, el hijo de la vida, la hija de Jairo. Sin embargo, la Resurrección de Cristo se diferencia de la de éstos y la de los demás en cuatro puntos.

Primero, en la causa de la Resurrección. Los otros que resucitaron, no resucitaron por su propio poder, sino por el de Cristo, o ante las súplicas de algún santo; Cristo, en cambio, por su propio poder resucitó, porque no era hombre sólo sino también Dios, y la Divinidad de la Palabra, nunca se separó ni de su alma ni de su cuerpo; por eso, el cuerpo recuperó al alma, y el alma al cuerpo, en cuanto quiso: "Poder tengo para entregar mi alma y poder tengo para recobrarla de nuevo" (Jn 10,18). Aunque murió, no fue por debilidad ni por necesidad, sino por su poder, puesto que lo hizo libremente; esto bien claro está, porque al entregar su espíritu clamó con gran voz, cosa de la que son incapaces los demás moribundos, pues por debilidad mueren. por ello dijo el centurión: "Verdaderamente éste era Hijo de Dios" (Mt 27,54). Por consiguiente, lo mismo que entregó el alma por su propio poder, así también por su propio poder la recobró; por lo cual se dice que "resucitó", y no que fue resucitado, como si la causa hubiese sido otro. "Yo me dormí, y tuve un profundo sueño, y me alcé" (Ps 3,6). Esto no está en contradicción con lo que se afirma: "A este Jesús lo resucitó Dios" (Act 2,32), pues lo resucitó el Padre, y también el Hijo, porque uno mismo es el poder del Padre y del Hijo.

La segunda diferencia está en la vida a la que resucitó. Cristo, a una vida gloriosa e incorruptible: "Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre" (Rom 6,4); los demás, a la misma vida que antes habían tenido, según consta de Lázaro y otros.

La tercera diferencia estriba en su fruto y eficacia: en virtud de la Resurrección de Cristo resucitan todos. "Muchos santos que se habían dormido, resucitaron" (Mt 27,52). "Cristo resucitó de entre los muertos, como una primicia de los que duermen" (1 Cor 15,20).

Observa que Cristo llegó a la gloria a través de su Pasión: "¿No era menester que el Cristo padeciese todo esto, y entrase así en su gloria?" (Lc 24,26). De esta manera nos enseñaba el camino de la gloria a nosotros: "Es necesario que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el reino de Dios" (Act 14,21).

"Descenso de Jesús a los Infiernos" de Hyeronimus Bosch
La cuarta diferencia reside en el tiempo. La resurrección de los demás se aplaza hasta el fin del mundo, a no ser que por un privilegio se conceda antes a alguno, como a la Santísima Virgen y, según piadosa creencia, a San Juan Evangelista; Cristo, en cambio, resucitó al tercer día. La razón es que la Resurrección, la Muerte y el Nacimiento de Cristo acontecieron por nuestra salvación, y por tanto quiso El resucitar en el preciso momento en que nuestra salvación lo exigía: si hubiera resucitado inmediatamente, nadie habría creído que hubiera muerto; si hubiera aplazado por mucho tiempo su Resurrección, los discípulos habrían perdido la fe, y su Pasión habría resultado inútil: "¿Qué provecho hay en mi sangre, si desciendo a la corrupción?" (Ps 29,10). Por eso resucitó al tercer día, para que se creyera que efectivamente había muerto, y para que los discípulos no perdieran la fe.

Cuatro advertencias podemos deducir de todo esto con vistas a nuestra formación.

Primera, que tratemos de resucitar espiritualmente de la muerte del alma en que caemos por el pecado, a una vida de justicia que se alcanza con la penitencia. Escribe el Apóstol: "Despierta tú que duermes, y levántate de entre los muertos, y Cristo te iluminará" (Eph 5,14). Esta es la primera resurrección. "Dichoso el que participa en la primera resurrección" (Apc 20,6).

Segunda, que no dejemos la resurrección para el momento de la muerte, sino que nos movamos, pues Cristo al tercer día resucitó: "No seas lento en convertirte al Señor, no lo aplaces de día en día" (Eccli 5,8), porque no podrás pensar en la salvación cuando estés agobiado por la enfermedad, y además porque pierdes una parte de todos los bienes que se producen en la Iglesia, e incurres en muchos males por tu permanencia en el pecado. Por otra parte, el demonio cuando más tiempo posee, tanto más difícilmente suelta, según la expresión de Beda.

Tercera, que resucitemos a una vida incorruptible, esto es, de manera que no muramos de nuevo con un propósito tal que en adelante no pequemos. "Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más; la muerte no tiene ya dominio sobre El... Lo mismo vosotros, considerados muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús. Por tanto, que no reine en pecado el vuestro cuerpo mortal, de modo que obedezcáis a sus concupiscencias; ni ofrezcáis vuestros miembros al pecado como armas de maldad; antes bien ofreceos a Dios como resucitados de entre los muertos" (Rom 6,9 y 11,13).

Cuarta, que resucitemos a una vida nueva y gloriosa, esto es, de forma que evitemos todo lo que anteriormente fue ocasión y causa de muerte y de pecado. "Como Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva" (Rom 6,4). Esta vida nueva es una vida de justicia, que renueva el alma, y conduce a la vida de la gloria. Amén.

Santo Tomás de Aquino
"Exposición del Símbolo de los Apóstoles"

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