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El papel del corazón VII

Por: Dietrich Von Hildebrand

En los estados psíquicos, la « informalidad», el carácter transitorio y fugaz, que tan a menudo se atribuye injustamente a los «sentimientos» en general, en cuanto opuestos a los actos de conocimiento o de voluntad está realmente presente. El mal humor, el optimismo, la depresión, la irritación, el nerviosismo, tienen un carácter irracional fluctuante. Son el precio que el hombre paga por su debilidad, por su vulnerabilidad, por su dependencia del cuerpo incluso hasta en sus estados de ánimo y en sus escasas defensas frente a influencias irracionales.
Lo que aquí nos ocupa son los humores irracionales que no son la resonancia legítima de una respuesta espiritual y que por lo tanto no están «justificados» ni son «significativos», sino que son el efecto, o bien de causas corporales o de experiencias que no justifican de ninguna manera esos estados de ánimo. Estos estados de ánimo o bien no guardan proporción con las experiencias vividas o no están ligados racionalmente con ellas. El carácter negativo con que un hombre ve todo porque duerme demasiado poco, pretende pasar por un aspecto auténtico del mundo en vez de presentarse co
mo lo que realmente es: un mero estado de cansancio, es decir, el simple resultado de haber dormido poco. Es precisamente la inmanente pretensión de estos estados de ánimo a lograr una justificación racional, el hecho de presentarse como algo muy superior a su realidad objetiva, lo que los hace ilegítimos y los convierte en pesadas cargas de nuestra vida espiritual.
No basta emancipar nuestro intelecto y nuestra voluntad de la esclavitud de estos humores irracionales: nuestro corazón también debe librarse de esta tiranía. Cuando superamos el despotismo de estos sentimientos psíquicos, hacemos espacio para los sentimientos espirituales. Nuestro Corazón se puede llenar entonces con respuestas afectivas significativas. Podemos alegramos con la existencia de bienes grandes y permanentes que merecen ser el objeto de nuestra alegría.
En este contexto, debemos mencionar dos formas de dependencia de nuestro cuerpo, una consciente y la otra inconsciente. La primera se refiere a nuestra capacidad de emanciparnos de nuestras sensaciones corporales. Algunas personas se abaten completamente ante el dolor corporal o se ensimisman ante las molestias físicas o las incomodidades. Para algunas personas, cualquier dolor físico, por pequeño que sea, es un drama. Otros se ensimisman completamente cuando tienen que realizar un esfuerzo corporal como, por ejemplo, permanecer de pie durante mucho tiempo, o estar sentados de manera poco confortable; consiguientemente son incapaces de concentrarse en otras cosas, como disfrutar de una buena música o conversar con un amigo. Otras personas, por el contrario, muestran una gran independencia respecto de su cuerpo. Su alma permanece libre aunque su cuerpo esté sometido a dolores (no estamos hablando de dolores particularmente violentos); pueden disfrutar de realidades espirituales a pesar de padecer dolores corporales, tensiones y molestias.
En segundo lugar, hay una forma inconsciente de dependencia, es decir, una dependencia de estados de ánimo psíquicos que en realidad están causados por nuestro cuerpo. Una persona puede ver todo oscuro simplemente porque ha dormido demasiado poco, o puede estar irritado o de mal humor a causa de algunos procesos fisiológicos que están teniendo lugar en su cuerpo. En este caso, la influencia del cuerpo en nuestro estado de ánimo no se experimenta de manera consciente. Al dejarnos invadir por estas sensaciones (que no tienen bases racionales y se perciben erróneamente como una situación real de nuestra alma) concedemos a nuestro cuerpo un dominio sobre nosotros mayor que si estuviéramos completamente afectados por sensaciones corporales reales, por lo que esta influencia camuflada resulta aún más honda y peligrosa. En las sensaciones corporales el cuerpo nos habla, sabemos que se trata de su voz; pero aquí, los sentimientos, aunque están causados en realidad por procesos meramente fisiológicos, se presentan como si fueran psíquicos y como si constituyeran estados reales de nuestra alma. Al tomarlos en serio y rendirnos a ellos (aunque deberíamos saber que no hay una razón válida para ello, que no ha sucedido nada que debiera justificar nuestro cambio de humor), nos hacemos esclavos de nuestros cuerpos en un grado mayor que en el caso precedente. El mismo hecho de que esta depresión o estado de ánimo no tenga ninguna justificación objetiva, que incluso contradice lo que deberíamos. Sentir como respuesta verdadera a la situación en la que nos encontramos, debería hacernos sospechar de estos sentimientos y hacernos ver que estos estados de ánimo son el resultado de meros procesos corporales o de alguna depresión. Y esta idea repercutirá notablemente sobre nuestro mal humor. Nos proporciona una distancia espiritual de ese estado, lo invalida, y nos libera de él en buena medida. Mientras que las sensaciones corporales no cambian por el hecho de que modifiquemos nuestra actitud frente a ellas, la depresión o el mal humor, una vez que nos hemos dado cuenta de que son el resultado de procesos corporales, pierden buena parte de su fuerza.
De todos modos, debemos subrayar que sería completamente erróneo negar que los estados de depresión con origen corpóreo son una fuente de sufrimiento terrible y una tortura para la persona que los padece. En general, evidentemente, estos estados pierden mucha parte de su poder sobre nosotros cuando nos damos cuenta de su origen, cuando, por así decir, los desenmascaramos. En cuanto nos damos cuenta de que el mundo no ha cambiado, que no ha sucedido nada que justifique nuestra depresión, que es sólo el resultado de una condición corporal, ya no nos influye del mismo modo ni nos aprisiona; nos hemos logrado distanciar de ella. De todos modos, existen situaciones como la menopausia para algunas mujeres o algunos disturbios neuróticos, en los que el peso del estado depresivo no disminuye en nada a pesar de que el afectado conozca perfectamente su causa. Esta persona hará bien en buscar la ayuda del médico para alejar o mitigar su sufrimiento.
Debemos distinguir las pasiones de estos estados psíquicos no-intencionales. Se ha identificado a menudo el término «pasión» con el entero ámbito de los sentimientos psíquicos y espirituales en cuanto opuestos a la razón y a la voluntad. La filosofía tradicional, al igual que la filosofía de Descartes, usa el término passiones en este sentido. Pero utilizar el término «pasiones» para todo el ámbito de los sentimientos psíquicos puede dar lugar a muchos equívocos. Incluso si uno lo usa en un sentido meramente análogo, persiste el peligro de pasar por alto las radicales diferencias que existen en el campo de la afectividad. Nosotros restringiremos el término «pasiones» a determinados tipos de experiencias afectivas que corresponden exclusivamente al significado primario del término.
Al hablar de pasiones, nos podemos referir en primer lugar a un determinado grado de experiencia afectiva. Cuando ciertos sentimientos alcanzan un alto grado de intensidad, tienden a silenciar la razón y a dominar a la voluntad libre. La ira puede privar a un hombre de razón en el sentido de que ya no se dé cuenta de lo que está haciendo. «Pierde la cabeza» y, quizá, por ejemplo, golpea furiosamente a otra persona sin que desee conscientemente ir contra él ni contra ninguna otra cosa. En esta situación también pierde su capacidad de decidir libremente. Ciertamente, desde un punto de vista objetivo, no se queda sin razón y es responsable por haberse dejado dominar por este estado. Pero, al mismo tiempo, es claro que es menos responsable de las acciones que comete mientras está furioso que si cometiera la misma acción cuando no está «fuera de sí».
El modo inferior de «estar fuera de sí» (que hemos mencionado anteriormente como uno de los significados de pasión o apasionado) se caracteriza por la irracionalidad. Implica un ofuscamiento de nuestra razón que impide hasta su uso más modesto. No sólo nuestra razón está confundida sino que está estrangulada. El brutal dinamismo de este estado engulle tanto a la razón como al centro espiritual libre de la persona. Nuestro centro espiritual libre resulta superado y la persona arrojada en un brutal dinamismo biológico. No es necesario decir que este dinamismo no es espiritual.
Se debe subrayar, de todos modos, que en el ámbito del modo inferior de «estar fuera de sí» se pueden encontrar numerosos tipos diferentes. La cualidad específica del «estar fuera de sí» inferior o negativo varía mucho según la naturaleza de la experiencia afectiva que conduce al ofuscamiento de la razón y al destronamiento de la libertad. El «estar fuera de sí» posee una cualidad y un carácter muy diferente si está causado por la ira, el temor o el deseo sexual. Incluso el «estar fuera de sí» típico de la ira asume una tonalidad diferente según el tipo de ira de que se trate. Esto es obvio, ya que la cualidad y naturaleza de la condición «apasionada» depende de si la ira está causada por el orgullo o por la concupiscencia, o si se trata de una ira «justa», es decir, de la ira causada por un mal moral.
Del mismo modo, el «estar fuera de sí» tiene un carácter completamente diferente en el caso de un hombre que experimenta dolores físicos insoportables, que se está muriendo de hambre o de sed, o en el caso de un drogadicto. Y más lejos aún de todas estas formas de «estar fuera de sí» es la situación del hombre que, a causa de una tristeza profunda, sufre un ataque de desesperación y se arranca los cabellos o se da de cabezazos contra la pared.
Sin embargo, al hablar de las pasiones, no nos referimos únicamente a la situación de intensidad y violencia en la que nuestra razón se ofusca y nuestra voluntad queda dominada por un sentimiento intenso; nos referimos también a la esclavitud habitual ante ciertos deseos cuando, por ejemplo, a un individuo le devora su ambición o su resentimiento o su avaricia. En estos casos, no nos referimos a una situación pasajera de apasionamiento sino a un dominio habitual por parte de ciertas tendencias. Encontramos en la naturaleza específica de este dominio una analogía con el estado apasionado. Este dominio tiene un carácter irracional y oscuro, como una especie de avasallamiento habitual de nuestra libertad. Sin embargo también difiere, en muchos aspectos, del estado apasionado que hemos discutido previamente.

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