martes

El papel del corazón VIII

Por: Dietrich Von Hildebrand

En resumen, podemos decir que hay cuatro tipos de experiencias afectivas que tienen un dinamismo antirracional, cada una a su modo y que por lo tanto se pueden denominar pasiones en un sentido amplio. En primer lugar tenemos las pasiones en el sentido más estricto del término como la ambición, el deseo de poder, la codicia, la avaricia o la lascivia; todas ellas tienen un carácter oscuro y antirracional.
En segundo lugar están las actitudes que poseen un carácter explosivo como la ira. No estamos pensando en este momento en la ira causada por ambición, venganza, odio o codicia, ya que la ira que surge de estas pasiones no constituye un nuevo tipo. Pensamos más bien en la ira motivada por un daño objetivo infligido a un hombre y que nos parece «razonable». Pensamos en la ira que responde al mal moral objetivo, por ejemplo, la ira que surge en nosotros cuando somos testigos de una injusticia. Aunque esta ira qua ira posee un carácter explosivo, incontrolable e impredecible, no tiene el carácter oscuro, antirracional y demoníaco típico de la ira causada por la ambición o por la codicia. Podríamos compararla más bien con un rifle cargado. Esta condición explosiva e incontrolable es la que da a la ira, en cuanto tal, el carácter de pasión.
En tercer lugar, hay impulsos que son pasiones a causa del dinamismo con el que esclavizan a la persona. Estamos pensando en el borracho, el drogadicto o el jugador. Estos impulsos son como una camisa de fuerza o los tentáculos de un pulpo; tampoco tienen la nota demoníaca y oscura de las pasiones en sentido estricto sino un espeluznante dinamismo irracional e ininteligible.
En cuarto lugar están las respuestas afectivas que a pesar de tratarse de respuestas al valor, pueden escapar a nuestro control. Éste es el tipo específico del amor entre el hombre y la mujer, por ejemplo, el amor de Chevalier des Grieux por Manón o el de don José por Carmen. Cuando este tipo de amor alcanza una gran intensidad se convierte en un flujo tumultuoso que echa por tierra todos los bastiones morales y arrastra a la persona. En estos casos, también el amor asume el carácter de pasión al «encadenar» al amado. Hay que subrayar, de todos modos, que los responsables de esta degeneración son tanto el nivel moral de la persona como el hecho de que este amor contiene elementos que le son ajenos. Mientras que los tres tipos anteriores de pasión llevan el veneno en sí mismos, en el cuarto, la causa de que este tipo de amor pueda ejercer una tiranía peligrosa depende sólo de elementos ajenos
Esta breve ojeada a las experiencias afectivas que, de diversos modos, se pueden llamar pasiones debería bastar en este contexto. La cuestión realmente importante es la diferencia radical entre las pasiones y las experiencias afectivas motivadas por bienes dotados de valores. Resulta imprescindible aclarar del todo esta diferencia decisiva si queremos levantar el destierro indiscriminado que se ha dictado contra toda la esfera afectiva y contra el corazón. Mientras los patrones de toda la esfera de la afectividad sigan siendo las pasiones, mientras se siga considerando cualquier respuesta afectiva a la luz de la pasión, estamos condenados a malinterpretar la parte más importante y auténtica de nuestra afectividad.
Queremos subrayar ahora especialmente la espiritualidad de las experiencias afectivas motivadas por los valores. Esta espiritualidad distingue a estas experiencias afectivas no sólo de las pasiones en sentido estricto, sino también de los estados no-intencionales y de los deseos e impulsos. Las distingue también de un tipo de experiencia que, aun siendo intencional, no está generado por bienes que poseen un valor.
La espiritualidad de una respuesta afectiva no queda garantizada por una «intencionalidad» formal; requiere además la trascendencia característica de una respuesta al valor. En la respuesta al valor, lo único que genera nuestra respuesta y nuestro interés es la intrínseca importancia del bien; nos conformamos al valor, a lo que es importante en sí mismo. Nuestra respuesta es tan trascendente es decir, tan libre de necesidades y apetitos, puramente subjetivos y de un movimiento meramente entelequial como lo es nuestro conocimiento cuando capta la verdad y se somete a ella. Es más, la trascendencia propia de la respuesta al valor es mayor incluso que la del conocimiento. El hecho de que nuestro corazón se conforme al valor, que lo que es importante en sí mismo sea capaz de movernos, produce una unión con el objeto mayor que la del conocimiento. Y es que en el amor, la unión que establece toda la persona con el objeto es mayor que en el conocimiento. De todos modos, no debemos olvidar que el tipo de unión característico del conocimiento se encuentra necesariamente incorporado en el amor. Las respuestas afectivas espirituales incluyen siempre una cooperación del intelecto con el corazón. El intelecto coopera en la medida en que se trata de un acto cognitivo en el que captamos el objeto de nuestra alegría, pena, admiración o amor. Y también es un acto cognitivo aquél en el que captamos el valor del objeto.
Una vez concedido. Que la respuesta afectiva al valor presupone la cooperación del intelecto, hay que añadir que también se requiere la cooperación del libre centro espiritual. La respuesta afectiva al valor constituye por tanto la antítesis más radical a cualquier desarrollo meramente inmanente de nuestra naturaleza como el que se despliega en todos nuestros impulsos y apetitos. Y junto a esta trascendencia se da una extraordinaria inteligibilidad. La relación causal entre la quemadura y el dolor se debe aprender de modo experimental: al mirar el fuego no podemos intuir que nos hará daño si nos acercamos; y tampoco podemos saber sin un conocimiento experimental que mucho vino puede emborracharnos. Pero esto no es lo que sucede en la conexión que se establece entre la respuesta afectiva al valor y el objeto que la motiva. No necesitamos observar experimentalmente el hecho que alguien se llene de entusiasmo al ver un paisaje precioso o al escuchar el relato de una acción noble; la relación interna y significativa entre el valor estético o moral y la respuesta de entusiasmo se puede intuir inmediatamente tan pronto como nos concentramos en la naturaleza del valor y de esta respuesta.
Esta espiritualidad de la respuesta afectiva al valor aumenta con el grado del valor y de esta respuesta.

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