Por: Dietrich Von Hildebrand
Cuando ciertos pensadores reemplazan el mundo de los valores moralmente relevantes y la ley moral objetiva por meros sentimientos de simpatía, nos encontramos de nuevo en la misma situación. A las cosas que, por su propia naturaleza, existen independientemente de nuestra razón, como los valores moralmente relevantes y la ley moral, se les niega su verdadera existencia si se las reemplaza por sentimientos. Y junto con esta substitución se produce también una desnaturalización del sentimiento moral. Al separarlas de sus objetos, al no tener en cuenta su carácter de respuesta, ya no estamos frente a aquellas realidades afectivas que juegan realmente un papel importante y decisivo en la esfera de la moralidad como la contrición, el amor y el perdón, sino que nos encontramos más bien con meros «sentimientos» privados de todo significado, como una especie de gesticulación en el vacío.
Pero, ¿por qué deberíamos caer en la trampa de desacreditar la esfera afectiva y el corazón?, ¿sólo por el hecho de que han sido degradados de modo erróneo?, ¿es correcto condenar al ostracismo a la esfera afectiva porque todo intento de interpretar como sentimiento cuanto no lo es en absoluto conduce a una desnaturalización y a un descrédito de esta esfera? Esto es tan equivocado como desacreditar el entendimiento porque el idealismo subjetivo considera el mundo, que conocemos por la experiencia, como un mero producto de nuestro intelecto. Si siguiéramos un procedimiento tan ilógico tendríamos que desacreditar también el mismo entendimiento a causa de un racionalismo que pretende reducir la religión a la esfera de la denominada «pura razón», como en el deísmo. ¿No deberíamos, más bien, rechazar las interpretaciones erróneas de la esfera afectiva y oponerles la verdadera naturaleza del corazón y su significado real?
La esfera afectiva y el corazón no sólo han perdido crédito a causa de teorías equivocadas, sino porque en este ámbito nos enfrentamos a un peligro de falta de autenticidad que no tiene paralelo en los ámbitos del entendimiento y de la voluntad. Un breve repaso de los principales tipos de «falta de autenticidad» que se pueden encontrar en la esfera afectiva ilustrará la tercera fuente de su desprestigio.
En primer lugar está la falta de autenticidad retórica representada por el hombre que ostenta un falso pathos y se recrea en su indignación o en su entusiasmo hinchándolos retóricamente. Este hombre tiene una cierta afinidad con el fanfarrón. Y aunque puede que él no fanfarronee al hablar de sus propios asuntos ni al dramatizar los sucesos, su falso pathos es, en sí mimo, una continua fanfarronada emotiva.
Este tipo de hombre posee verborrea, facilidad de expresión, predilección por lo ampuloso. Al imaginárnoslo, sentimos la tentación de pensar en un masón barbudo y decimonónico, cuya voz suena profunda y sonora cuando declama frases cargadas con un falso pathos. Este tipo retórico triunfa al producir un cierto «contenido» emocional en su propia alma; puede incluso experimentar de hecho una respuesta afectiva, pero la adorna y la infla retóricamente. Al deleitarse en sus profusos e hinchados sentimientos se descentra en cuanto se enfrenta con un objeto real y con su tema. Y junto a este deleite en el propio dinamismo emotivo encontramos también un exhibicionismo característico de quien disfruta desplegando este pathos ante una audiencia.
Cuando ciertos pensadores reemplazan el mundo de los valores moralmente relevantes y la ley moral objetiva por meros sentimientos de simpatía, nos encontramos de nuevo en la misma situación. A las cosas que, por su propia naturaleza, existen independientemente de nuestra razón, como los valores moralmente relevantes y la ley moral, se les niega su verdadera existencia si se las reemplaza por sentimientos. Y junto con esta substitución se produce también una desnaturalización del sentimiento moral. Al separarlas de sus objetos, al no tener en cuenta su carácter de respuesta, ya no estamos frente a aquellas realidades afectivas que juegan realmente un papel importante y decisivo en la esfera de la moralidad como la contrición, el amor y el perdón, sino que nos encontramos más bien con meros «sentimientos» privados de todo significado, como una especie de gesticulación en el vacío.
Pero, ¿por qué deberíamos caer en la trampa de desacreditar la esfera afectiva y el corazón?, ¿sólo por el hecho de que han sido degradados de modo erróneo?, ¿es correcto condenar al ostracismo a la esfera afectiva porque todo intento de interpretar como sentimiento cuanto no lo es en absoluto conduce a una desnaturalización y a un descrédito de esta esfera? Esto es tan equivocado como desacreditar el entendimiento porque el idealismo subjetivo considera el mundo, que conocemos por la experiencia, como un mero producto de nuestro intelecto. Si siguiéramos un procedimiento tan ilógico tendríamos que desacreditar también el mismo entendimiento a causa de un racionalismo que pretende reducir la religión a la esfera de la denominada «pura razón», como en el deísmo. ¿No deberíamos, más bien, rechazar las interpretaciones erróneas de la esfera afectiva y oponerles la verdadera naturaleza del corazón y su significado real?
La esfera afectiva y el corazón no sólo han perdido crédito a causa de teorías equivocadas, sino porque en este ámbito nos enfrentamos a un peligro de falta de autenticidad que no tiene paralelo en los ámbitos del entendimiento y de la voluntad. Un breve repaso de los principales tipos de «falta de autenticidad» que se pueden encontrar en la esfera afectiva ilustrará la tercera fuente de su desprestigio.
En primer lugar está la falta de autenticidad retórica representada por el hombre que ostenta un falso pathos y se recrea en su indignación o en su entusiasmo hinchándolos retóricamente. Este hombre tiene una cierta afinidad con el fanfarrón. Y aunque puede que él no fanfarronee al hablar de sus propios asuntos ni al dramatizar los sucesos, su falso pathos es, en sí mimo, una continua fanfarronada emotiva.
Este tipo de hombre posee verborrea, facilidad de expresión, predilección por lo ampuloso. Al imaginárnoslo, sentimos la tentación de pensar en un masón barbudo y decimonónico, cuya voz suena profunda y sonora cuando declama frases cargadas con un falso pathos. Este tipo retórico triunfa al producir un cierto «contenido» emocional en su propia alma; puede incluso experimentar de hecho una respuesta afectiva, pero la adorna y la infla retóricamente. Al deleitarse en sus profusos e hinchados sentimientos se descentra en cuanto se enfrenta con un objeto real y con su tema. Y junto a este deleite en el propio dinamismo emotivo encontramos también un exhibicionismo característico de quien disfruta desplegando este pathos ante una audiencia.
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