Por : Dietrich Von Hildebrand
Quizá la razón más contundente para el descrédito en que ha caído toda la esfera afectiva se encuentra en la caricatura de la afectividad que se produce al separar una experiencia afectiva del objeto que la motiva y al que responde de modo significativo. Si consideramos el entusiasmo, la alegría o la pena aisladamente, como si tuvieran su sentido en sí mismas, y las analizamos y determinamos su valor prescindiendo de su objeto, falsificamos la verdadera naturaleza de tales sentimientos. Solamente cuando conocemos el objeto del entusiasmo de una persona se nos revela la naturaleza de ese entusiasmo y especialmente «su razón de ser».
Tan pronto como se despoja a la esfera afectiva del objeto que la ha engendrado, del que procede su sentido y su justificación, y con el que guarda una posición de dependencia, la respuesta afectiva se reduce a un mero estado sentimental que, ontológicamente, es incluso inferior a estados como la fatiga o la hilaridad alcohólica. Como las respuestas afectivas reclaman legítimamente otro papel y otro nivel en la persona o, más bien, puesto que son «intencionales» la separación de su objeto destruye su intrínseca substancialidad, dignidad y seriedad. Así, lo que debería haber sido una respuesta afectiva se convierte en algo vacío, sin significado serio, en un sentimiento inestable, en una emoción irracional e incontrolable. Y tan pronto como el entusiasmo, el amor o la alegría se presentan de esta manera, la tendencia natural es la de escapar de este mundo de «sentimientos» insustancial e irracional y la de trasladarse al mundo de la razón y de la formulación intelectual clara
Tres perversiones principales están aquí al acecho. La primera es el desplazamiento del tema desde el objeto a la respuesta afectiva la cual tiene, por su propia naturaleza, toda su «razón de ser» en el objeto al que responde. La segunda perversión va aún mucho más allá, ya que la respuesta afectiva en cuestión es separada de su objeto y considerada como absolutamente independiente de él, como algo que existe sin el objeto y que tiene su sentido en sí mima. Esto conduce a una falsificación de su misma naturaleza. La tercera perversión consiste en reducir a estado afectivo algo que no pertenece en absoluto a esta esfera, o que por su propia naturaleza no puede ser en absoluto un sentimiento, ni nada perteneciente a la psique. Esto ocurre, por ejemplo, cuando la responsabilidad que resulta de una promesa, que es una entidad jurídica objetiva, pasa a ser un «mero» sentimiento de responsabilidad. Esta confusión conduce naturalmente a un descrédito general de todo «sentimiento», puesto que reducir un vínculo objetivo a mero sentimiento es degradarlo y privarlo de su substancia.
En realidad, una verdadera respuesta afectiva como el amor, el entusiasmo o la compasión no tiene por qué tener necesariamente un nivel ontológico menor que su objeto respectivo. Así, una respuesta leal en cuanto tal no es menos substancial que el vínculo objetivo de responsabilidad al que responde. Sin embargo, el modo de existencia que el vínculo reclama es esencialmente diferente del que corresponde a la respuesta afectiva. Y es que por su propia naturaleza, el vínculo es algo impersonal y existe no como acto de una persona, sino más bien como una entidad objetiva dentro de la esfera interpersonal, e independientemente de si la persona en cuestión se siente vinculada o no. Reemplazar la propia responsabilidad por un sentimiento de responsabilidad es, por tanto, equivalente a disolver esa responsabilidad o a negar se existencia. Además, el mismo sentimiento de responsabilidad queda también privado de toda substancia a causa de esta reducción y pierde su significado intrínseco y su validez objetiva ya que éstas dependen precisamente de un vínculo que existe en la esfera interpersonal.
Así pues, esta reducción desacredita la esfera afectiva de una doble manera: primero, porque reemplaza con una experiencia personal algo que por su propia naturaleza es impersonal y reclama una existencia independiente de nuestras mentes; y, en segundo lugar, porque precisamente a través de esta reducción se priva a la experiencia personal de su propio significado y «razón de ser».
Quizá la razón más contundente para el descrédito en que ha caído toda la esfera afectiva se encuentra en la caricatura de la afectividad que se produce al separar una experiencia afectiva del objeto que la motiva y al que responde de modo significativo. Si consideramos el entusiasmo, la alegría o la pena aisladamente, como si tuvieran su sentido en sí mismas, y las analizamos y determinamos su valor prescindiendo de su objeto, falsificamos la verdadera naturaleza de tales sentimientos. Solamente cuando conocemos el objeto del entusiasmo de una persona se nos revela la naturaleza de ese entusiasmo y especialmente «su razón de ser».
Tan pronto como se despoja a la esfera afectiva del objeto que la ha engendrado, del que procede su sentido y su justificación, y con el que guarda una posición de dependencia, la respuesta afectiva se reduce a un mero estado sentimental que, ontológicamente, es incluso inferior a estados como la fatiga o la hilaridad alcohólica. Como las respuestas afectivas reclaman legítimamente otro papel y otro nivel en la persona o, más bien, puesto que son «intencionales» la separación de su objeto destruye su intrínseca substancialidad, dignidad y seriedad. Así, lo que debería haber sido una respuesta afectiva se convierte en algo vacío, sin significado serio, en un sentimiento inestable, en una emoción irracional e incontrolable. Y tan pronto como el entusiasmo, el amor o la alegría se presentan de esta manera, la tendencia natural es la de escapar de este mundo de «sentimientos» insustancial e irracional y la de trasladarse al mundo de la razón y de la formulación intelectual clara
Tres perversiones principales están aquí al acecho. La primera es el desplazamiento del tema desde el objeto a la respuesta afectiva la cual tiene, por su propia naturaleza, toda su «razón de ser» en el objeto al que responde. La segunda perversión va aún mucho más allá, ya que la respuesta afectiva en cuestión es separada de su objeto y considerada como absolutamente independiente de él, como algo que existe sin el objeto y que tiene su sentido en sí mima. Esto conduce a una falsificación de su misma naturaleza. La tercera perversión consiste en reducir a estado afectivo algo que no pertenece en absoluto a esta esfera, o que por su propia naturaleza no puede ser en absoluto un sentimiento, ni nada perteneciente a la psique. Esto ocurre, por ejemplo, cuando la responsabilidad que resulta de una promesa, que es una entidad jurídica objetiva, pasa a ser un «mero» sentimiento de responsabilidad. Esta confusión conduce naturalmente a un descrédito general de todo «sentimiento», puesto que reducir un vínculo objetivo a mero sentimiento es degradarlo y privarlo de su substancia.
En realidad, una verdadera respuesta afectiva como el amor, el entusiasmo o la compasión no tiene por qué tener necesariamente un nivel ontológico menor que su objeto respectivo. Así, una respuesta leal en cuanto tal no es menos substancial que el vínculo objetivo de responsabilidad al que responde. Sin embargo, el modo de existencia que el vínculo reclama es esencialmente diferente del que corresponde a la respuesta afectiva. Y es que por su propia naturaleza, el vínculo es algo impersonal y existe no como acto de una persona, sino más bien como una entidad objetiva dentro de la esfera interpersonal, e independientemente de si la persona en cuestión se siente vinculada o no. Reemplazar la propia responsabilidad por un sentimiento de responsabilidad es, por tanto, equivalente a disolver esa responsabilidad o a negar se existencia. Además, el mismo sentimiento de responsabilidad queda también privado de toda substancia a causa de esta reducción y pierde su significado intrínseco y su validez objetiva ya que éstas dependen precisamente de un vínculo que existe en la esfera interpersonal.
Así pues, esta reducción desacredita la esfera afectiva de una doble manera: primero, porque reemplaza con una experiencia personal algo que por su propia naturaleza es impersonal y reclama una existencia independiente de nuestras mentes; y, en segundo lugar, porque precisamente a través de esta reducción se priva a la experiencia personal de su propio significado y «razón de ser».
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