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La mística primordial ante el Crucificado

Históricamente sabemos que hasta el final del siglo IV la Cruz nunca llevaba la imagen del Crucificado. Del siglo V quedan, en cambio, dos representaciones del Salvador sobre el patíbulo. Es en el siglo Vi donde los crucifijos aparecen con más frecuencia, pero la divina imagen grabada o esculpida en relieve, no representa a un Jesús muerto y desnudo, sino un Jesús vivo y vestido; no un Jesús ensangrentado, sino un Jesús triunfante.
Únicamente después del siglo XII prevaleció la costumbre de representarlo bajo el aspecto de víctima expiatoria por el mundo. Hasta entonces, aún entre aquellos particularmente interesados por la meditación de los martirios del Calvario, no consentían figurarse una Pasión “excesivamente real” –diríase “hiperrealista”- como sí aconteció en siglos posteriores hasta nuestros días (donde la película “La Pasión de Cristo” es el non plus ultra de semejante fijación en lo tanático del Drama Redentor). En aquellos tiempos existía un cierto respeto de figurarse al Cristo despojado de sus vestiduras, humillado ante sus torturadores y lacerado.
Cuando, a finales del siglo VI, se introducen en Francia los primeros crucifijos “dolientes”, el pueblo cristiano protesta. Manifestaban que no debía permitirse representar de esta manera a Cristo desnudo y magullado por los golpes, que semejante acción constituía una profanación de la Pasión Santa.
Sin embargo, con el paso de los años el gusto y la piedad se transforman. Muy pronto no solamente el trágico doliente del Gólgota no es rehusado, sino que incluso atrae; en esta etapa el lirismo de algunas obras inspiradas en la Doliente Pasión se halla impregnado de penetrante angustia. San Bernardo escribe por ejemplo:
“Yo os saludo Salvación del mundo, os saludo, Amado Jesús. Quisiera adaptarme a Vuestra Cruz; Vos sabéis por qué causa. Ven en mi ayuda. Vuestras rojas llagas, Vuestras profundas heridas grabadas en mi corazón, a fin de que amándoos enteramente, sea atravesado contigo.
De pie sobre esta cruz, miradme, amado mío; atraedme todo entero a Vos; decidme: Yo te curo, te lo perdono todo.
He aquí que atraído por Vuestro Amor, ensangrentado yo os abrazo, me uno fuertemente a Vos; ¡ah!, demasiado conocéis la causa, pero soportadme, no digáis nada.
Que mi audacia no os disguste; enfermo y manchado cual soy, pueda Vuestra Sangre, que fluye por doquiera, lavarme, curarme y dejarme inmaculado”.
El español Fray Luis de León, escribe asimismo otro canto análogo en donde el quebrandto del alma se perfila con singular relieve:
“Inocente Cordero, bañado en Vuestra Sangre, con la cual redimís los pecados del mundo, suspendido de este robusto árbol, con los brazos abiertos y deseosos de abrazarme, puesto que dejáis humildemente marchitarse los colores y la belleza de aquel rostro divino tan cercano a la muerte, antes que mi alma remonte el vuelo para salvarme, volved hacia mí los ojos. ¡Miradme!
He llegado en momento propicio, en el instante en que efectuais la repartición de vuestros bienes…
Puesto que dais a todos cuanto poséeis, reclamo mi parte. Legas a la madre un hijo, al discípulo una madre, al Padre el espíritu, al ladrón la gloria; ¿seré, por ventura, tan desdichado que permanezca el único sin recibir nada entre tantos legados?
Tomo por testigos a todos aquellos que os miran, que Vos inclináis la cabeza en señal de consentimiento a mi pregunta…
¡Oh canto mío, detente!...Las lágrimas reemplazarán todo aquello que resta por decir…los cantos no son oportunos cuando la tierra, el sol y el cielo se lamentan”.
Nadie ignora que el Crucificado gozaba de la visión beatífica, y es por ello que es más admirado que llorado. De esta manera Raban Mauro, Arzobispo de Maguncia en el siglo IX, en su volumen De Laudibus Sanctae Crucis, “Alabanzas de la Santa Cruz”, contempla principalmente en Jesús la serenidad del Dominador. La Cruz no es un instrumento de suplicio, sino mas bien un trono:
Homo Christus Jesus, inter homines natus, serenus resplendebat, quia totius, decoris pulchritudine, intus forisque, plenus erat: Cristo, Dios-Hombre, nacido de entre los hombres resplandecía de serenidad; todo, interior y exterior, constituía una acabada belleza”.
Era el “Hermoso Dios” de Amiens, no el agonizante de Getsemaní, el flagelado de la Antonia, el torturado del Gólgota.
O bien, si es el verdadero Crucificado sobre la verdadera Cruz, el sentimiento de compasión experimentado por el alma, es de tal manera embriagante, que cesa de ser la participación de un dolor, y no es otra cosa que un éxtasis:
Un día dice Santa Ángela de Foligno:
“Un día contemplaba la Cruz y en ella al Crucificado; lo contemplaba con los ojos del cuerpo. De pronto mi alma inflamóse de tal ardor, que la alegría y el placer penetraron íntimamente en todos mis miembros. Veía y sentía a Cristo que abrazaba mi alma con el brazo que había sido crucificado, y la alegría fue para mí causa de admiración, puesto que ella salía de mis costumbres, y el grado que alcanzó jamás lo había conocido. Desde ese instante, permanece en mí…un deleite del alma inexplicable; esta alegría es contínua, esta ilustración es deslumbrante más allá de todos mis deslumbramientos.
Aún ahor, cuando me hallo en este abrazo, a mí alma se le comunica una alegría que inútilmente intentaría sufrir las penas de Jesús; sin embargo, veo su mano y la llaga de Dios crucificado.
A veces el abrazo es tan estrecho que le parece a mi alma que entra en la llaga del costado. Ella se halla allí ilustrada con gozos que la palabra no tiene el derecho de expresar. Alegría fulminante que quita a mis piernas las fuerzas de sostenerme y que me derriba en tierra…”
En otra circunstancia la misma santa manifiesta:
Et tota laetitia mea est modo in isto homine Deo passionato; et aliquando videtur animae ex strictissimo amplexu paedicto…quod anima intret intus in latus Christi: En adelante toda mi alegría, toda mi felicidad reside en el Hombre-Dios, víctima, y a veces me parece que mi alma entra y va a perderse en el Corazón de Cristo…Sentía que Cristo estrechaba mi alma con su brazo crucificado”.
Ahora bien, en las primeras manifestaciones de éxtasis místico ante la visión del crucificado no todos poseen la misma serenidad y gozo. En algunos el amor por el Crucificado toma un matiz trágico. Asi, la oración de San Anselmo rezaba:
“¿Qué es, pues, lo que has cometido, oh dulcísimo Jesús, para ser tratado de esta manera? ¡Yo soy el autor de tu muerte! Yo soy el instrumento de tu pasión y de tus torturas…Oh, alma mía, contempla, mira, desventurada, tu horrible crimen, y excita en ti el temor y el dolor”.
Entre estos dos extremos se ubica pues la mística ante el crucificado. No en vano el dolor supremo y la muerte de Cristo constituye la expresión suprema del acto interior único –intemporal o supratemporal- de su ser sacerdotal. Si el amor es negación de sí mismo y movimiento hacia el otro, la muerte, negación total, es plenitud de amor y entrada definitiva en el otro.
La búsqueda contemplativa en los padecimientos crísticos nos mueve entonces a reconocer el supremo acto de amor y ser auténticamente partícipes de el; somos purificados en este instante cumbre y aquello nos ilumina. Ante aquello hay dos radiantes manifestaciones de la emoción: la dicha infinita del Supremo Amor que es capaz de derramar su propia sangre purificando en ello nuestro amor para Dios, en esta noble comprensión el Dolor nos abarca y nos ilumina. Pero, entre algunos, queda la sensación que somos pequeños y dolientes ante tan Supremo Acto de Amor; en este caso el éxtasis de la cruz nos invita a cultivar en el espíritu la flor de la metanoia, de la transformación radical de los apetitos, que impiden “ser uno con Cristo” como afirma Foligno (y San Pablo) y con humilde amistad ser capaces de “tomar nuestra propia cruz” y seguir al Maestro en su camino hacia el Gólgota.

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