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La ascensión en la perspectiva de los evangelios


El misterio de la exaltación celeste del Hombre Dios es un aspecto del misterio pascual. Una ascensión invisible, que escapara a toda comprobación experimental, solo comprensible por medio de la fe, coincide con la resurrección. Lo que dicen los libros del Nuevo testamento sobre las manifestaciones de Jesús resucitado dejan entender que, cuando se produjeron, su humanidad ya estaba glorificada.
En breve plazo (P. Benoit, Revue Biblique 1949, pg. 186), que San Juan supone entre la resurrección del Señor hasta su ascensión admirable hacia el Padre (Jn XX, 11-18) no contradice este dato de la fe primitiva. Jesús, es cierto, dice a la Magdalena, el mismo día de Pascua, que “aún no ha subido al Padre”, pero le prohíbe que lo toque. Si su cuerpo era de tal manera que la Magdalena podía tocarlo, no cabe duda que era un cuerpo real, pero en un estado nuevo que no autoriza las relaciones de respetuosa familiaridad que anteriormente Jesús aprobaba. La intención de San Juan parece clara: significar que el cuerpo de Jesús resucitado es al mismo tiempo real y espiritual, el mismo y, sin embargo, otro. Se puede comprender el misterio con la ayuda de una imagen especial. En este punto de la trayectoria que sigue Cristo, desde lo profundo de los infiernos (descendit ad ínferos) a lo más alto de los cielos (ascendit ad coelum…scandit super sidera), se aparece a la Magdalena como no habiendo aún “asumido” el ejercicio pleno de su gloria y de su irradicación espiritual (P.Benoit, ibid).


Sin embargo, San Lucas testimonia (He I, 9-10; cfr. Mc XVI, 19; Lc XXIV, 51) en pro de una ascensión visible, experimentalmente comprobada por un grupo de discípulos en el monte de Los Olivos, cuarenta días después de Pascua. Este testimonio, también, es un dato igualmente primitivo. Los esfuerzos de determinados exégetas para poner en duda la autenticidad de la narración de Lucas han sido vanos. La hipótesis de una interpolación interior ha sido abandonada hoy. Poco importa, por otra parte, la cuestión de saber si la cifra de cuarenta días, que recuerdan los cuarenta años del Éxodo y los cuarenta días de Jesús en el desierto a los que alude la “cuaresma”, deben ser comprendidos literal o simbólicamente. Posiblemente se trate del “carácter convencional de una cifra redonda” (P. Benoit, op. Cit. Pág. 193).
La intención de san Lucas no es la de representar la entrada de Cristo en la gloria, sino describir su última manifestación visible antes de su regreso al final de los tiempos. En efecto, los ángeles dicen a los discípulos: “Ese Jesús que ha sido llevado de entre vosotros al cielo, vendrá así como lo habéis visto ir al cielo”; la presencia de la nube que lo arrebata a los ojos de los discípulos, anuncia aquella otra nube en la cual regresará en la Parusía (Lc XXI, 27: Et tunc videbunt Filium hominis venientem in nube cum potestate magna et maiestate). La brevedad y la sobriedad de la narración, la ausencia de un determinado estilo de apoteosis propio de las teofanías, todo indica que San Lucas no quiso comenzar su libro por medio de la visión de un Cristo que toma por primera vez posesión de su gloria, sino comenzar la relación histórica de los Hechos de los Apóstoles con la evocación de un Cristo ya en posesión de esa gloria, pero no dejando de estar presente en la historia, de la cual, a partir de ese momento, es el principal y el más activo de los personajes, pero dejando, a partir de una Ascención visible, de ser visiblemente presente.
Los cuarenta días que separan la ascensión invisible de la Pascua y la ascensión visible del monte de los Olivos, son ricos en significación. Cristo se presenta como al mismo tiempo presente en el Cielo y en la tierra, es decir, en el seno de Dios y en la historia humana. El mundo no queda privado de su presencia, sino solo de su presencia sensible. Él está “con nosotros hasta el fin del mundo”. (Mt 28, 20: “Et ecce ego vobiscum sum omnibus diebus usque ad consummationem saeculi".). Si Cristo, a partir de un determinado día, el cuarenta, déjà de estar presente, es para inmediatamente manifestar su acción más eficaz y, por lo tanto, su presencia más íntima, por medio del envío del Espíritu Santo. La Ascención en efecto, procede en poco a Pentecostés, del cual es condición y principio. Jesús había dicho: “Me voy y vuelvo a vosotros: Audistis quia ego dixi vobis: Vado et venio ad vos. Si diligeretis me, gauderetis utique quia vado ad Patrem, quia Pater maior me est.” (Jn 14, 28) y “si no me fuera”, el Consolador no vendría no vendría a vosotros, pero si me voy, os lo enviaré: Sed ego veritatem dico vobis: Expedit vobis, ut ego vadam. Si enim non abiero, Paraclitus non veniet ad vos; si autem abiero, mittam eum ad vos.” (Jn 16, 7). A partir del momento en que la humanidad de Cristo tiene acceso al padre, esta se encuentra invadida del Espíritu Santo y el Nuevo Adán, que nos contiene a todos en Él, puede llenarnos de ese Espíritu que lo llena a Él mismo. “El mismo que bajó –dice San Pablo- es el que subió sobre todos los cielos para llenarlo todo” (Ef 4, 10).
Sin embargo, leemos en san Juan que, en la noche de la Pascua, Jesús sopló sobre los apóstoles y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo” (Jn 20, 22: Hoc cum dixisset insuflavit et dicit eis accipite Spiritum Sanctum). En efecto, Cristo resucitado posee el Espíritu Santo y el poder de darlo. La ascensión invisible de la Pascua es el principio y condición del don del Espíritu Santo en la intimidad de una aparición si solemnidad ni manifestación pública. En la perspectiva de San Lucas, la ascensión visible del Monte de los Olivos, procede y condiciona el Don solemne y público de Pentecostés con el derramamiento carismático y el desarrollo de la Iglesia. No se puede pensar en una introducción mejor para el libro de los Hechos de los Apóstoles, consagrado precisamente a la historia de este desarrollo, que la narración de la última manifestación sensible de Cristo, última prueba de su ascensión invisible.
“Por lo tanto resulta lícito y conforme con el dato complejo de la tradición, distinguir en el misterio de la ascensión dos momentos y dos formas. Primero, una exaltación celeste, invisible pero real, por medio de la cual Cristo resucitado regresa a su Padre el día de su resurrección. Segundo, una manifestación visible que Él quiso añadir a esta Exaltación que acompañó su última partida en el Monte de los Olivos. A esta última es a la que hay que dar el nombre de Ascensión, para respetar el uso establecido por la Iglesia, especialmente en su liturgia. Pero la fidelidad a esta terminología dada, no debe empobrecer nuestra inteligencia del misterio y hacer olvidar la primera Exaltación, la más importante, la que da todo su valor al misterio de la Pascua y a las aspiraciones que le siguieron” (P. Benoit, loc. Cit. Pág. 201).

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