jueves

Desbaratando los argumentos de la "teología gay"

“Dios creó a la humanidad a su imagen, a imagen de Dios la creó, varón y mujer la creó” (Gn 1, 27).
“Dios vio lo que había creado y vio que era muy bueno” (Gn 1,31).
Dios, en la Biblia, crea “diferenciando”. En el corazón de la creación se da un proceso de separación y diferenciación. También las células crecen dividiéndose y diferenciándose. Dios crea “separando”. La luz de las tinieblas, el día de la noche, el agua de la tierra firme… Ese proceso llega a su culmen en la creación del hombre y de la mujer.
Cuando, en el sexto día, Dios contempla la obra de la creación, su mirada está llena de estupor: “Era muy bueno”, especifica el texto, poniendo en el centro de nuestra atención el diseño originario de Dios y la verdad más profunda del hombre y de la mujer. Por tanto, al final de su primer origen, la humanidad es descrita como articulada en la relación del hombre y de la mujer.
Ciertamente, no es una casualidad que entre las formas elegidas por Dios para revelarse al pueblo a lo largo de la pedagogía paciente y dolorosa de la historia de la salvación, la referencia a la alianza entre el hombre y la mujer sea particularmente recurrente. Basta sólo pensar en el “Cantar de los Cantares”, donde en el amor entre el esposo y la esposa se ve el amor infinito de Dios, oscilando continuamente desde la esperanza humana a la espiritual. Lleno de pasión, ternura, corporeidad y concreción, el Cantar, justo por ese motivo, ha sido valorado por expresar el amor que une a Dios y a su pueblo y a Cristo con la Iglesia.
El mismo lenguaje evoca en las páginas de los profetas (Isaías, Ezequiel, Oseas…): en su palabra, la nación de Israel es comparada con la esposa que se aleja para buscar la vida y la felicidad en otros lugares, mientras Dios asume los rasgos del esposo traicionado, herido, celoso pero siempre ligado profundamente a la humanidad creada por Él.
La herida del pecado
La bondad del diseño original de Dios sigue expuesta a la herida del pecado (cf Gn 3), cuyo primer efecto es el de desnaturalizar la relación, socavando lo que une al hombre y a la mujer. Amenazado por el pecado, el amor se ve ensombrecido por la búsqueda de sí y por el instinto del dominio sobre el otro. La diferencia y la complementariedad original se convierten en un espacio habitado por el conflicto y por la acusación, agravada ulteriormente por la desarmonía entre el hombre y Dios. Estos elementos de desorden, descritos con enorme finura en las páginas de la Escritura, son ellos mismos los que actúan en la sociedad contemporánea y que la Iglesia identifica en la tendencia a cancelar todas las diferencias entre lo que es propiamente masculino y femenino, considerando esa preciosa herencia simplemente como el efecto de un condicionamiento histórico-cultural. Las consecuencias que se derivan son graves: Ponen en cuestión la identidad profunda de la persona, la familia, célula fundamental de la sociedad y el ejercicio ordenado de la sexualidad.
La última palabra
Sin embargo, sería un grave error atribuir a la “herida” o al pecado la última palabra. La última palabra es el “Verbo hecho carne”, Cristo, que asumiendo la condición humana, la ha sanado de raíz. En Cristo, la rivalidad, la enemistad y la violencia que desfiguran la relación del hombre y de la mujer son superables y superadas.
En ese sentido, el Nuevo Testamento no deja de retomar la imagen de la esposa y del esposo indicando los modelos en los que el diseño original se cumple. Basta pensar en María, en cuya feminidad se resume y se transforma la condición de Israel; en Cristo, que revive con los creyentes las páginas de la relación sufrida de Dios y su pueblo.
Si piensa también en el pasaje conocido del pasaje del apóstol Pablo que, dirigiéndose a los hermanos de Corinto, se expresa en estos términos: Aemulor enim vos Dei aemulatione despondi enim vos uni viro virginem castam exhibere Christo” : Celoso estoy de vosotros con celos de Dios. Pues os tengo desposados con un solo esposo para presentaros cual casta virgen a Cristo (2Co 11,2). La misma imagen cierra toda la historia bíblica cuando, en el epílogo del Apocalipsis, la Comunidad-Esposa y el Espíritu que la asiste imploran la venida de Cristo-el Esposo: “Ven, Señor Jesús” (Ap 22,20).
Por tanto, distinguidos desde el principio de la creación, el hombre y la mujer pertenecen ontológicamente a ella y hacen de la relación complementaria aquella “cosa muy buena” que permite continuar al rostro de Dios traslucir en su luminosidad.
Biblia y Homosexualidad: Entre Sodoma y Corinto
El hecho de que el término “homosexualidad” se plantee sólo en el siglo XIX no nos debe llevar a afirmar que la Biblia no tiene nada que decir acerca de ello. Muchas situaciones que interpelan al hombre contemporáneo eran conocidas en los tiempos en los que se compusieron los libros de la Escritura, pero esto no restringe la Sabiduría de la Palabra y a su capacidad de orientar el corazón del hombre hacia la verdad del ser y del actuar. Hecha esa premisa, yuxtaponemos brevemente los textos que hacen referencia al comportamiento y a los actos entre dos personas del mismo sexo. El Antiguo y el Nuevo Testamento son unánimes en su posición: el comportamiento homosexual, en sus diversas variantes, es expresión de un desorden y de una distorsión dramática del orden divino. Nuestra atención se centrará en seis temas: tres presentes en el Antiguo Testamento (Gn 19,1-25, Lv 18,22 y 20,13) y tres en el Nuevo Testamento (Rm 1,26-27, 1Co 6,9-11, 1Tim 1,8-11).
Génesis 19,1-25 y Levítico 18,22; 20,13
El Antiguo Testamento afronta la cuestión en dos circunstancias: en el primer caso tenemos que ver un texto narrativo; en el segundo dos normas pertenecientes a la considerada “ley de santidad” que regula la vida social y litúrgica del pueblo de Israel.
1.- Génesis 19,1-25.- El juicio del autor sagrado sobre el comportamiento de los habitantes de Sodoma es definitivo. En el hecho de que los jóvenes y viejos pidan con arrogancia a Lot que entregue a los huéspedes para poder abusar sexualmente de ellos, el texto ve el vértice de un desorden que exige una intervención radical.
Los ángeles van a Sodoma con un objetivo preciso: verificar si el grito que le ha llegado a Dios corresponde o no a la realidad de las cosas. Esto se expresa claramente en
Génesis 18,21: “Voy a bajar personalmente a ver si lo que han hecho responde en todo al clamor que ha llegado hasta mí; lo quiero saber”.
En el centro de la cuestión no está ni el tema de la hospitalidad ni el de la violencia sobre los extranjeros, sino sobre todo el de un mal que ha alcanzado su culmen y que se expresa en la escena de Génesis 19. La gravedad de la situación es enfatizada posteriormente con el hecho que en torno a la casa de Lot se agolpan “jóvenes y viejos, todo el pueblo al completo” (v.4). Su conducta es mucho más que un dato accesorio de la historia: expresa la gravedad del pecado de los habitantes de Sodoma.
2.- Levítico 18,22.- Las normas del capítulo 18 se comprenden a la luz del v.3: “No hagáis como se hace en la tierra de Egipto, donde habéis habitado, ni hagáis como se hace en la tierra de Canaán a donde os llevo”. En la cultura cananea la práctica de la idolatría llegó a desórdenes tan graves como violar el derecho y la moral familiar. Es la moral familiar la que la ley de Dios se propone proteger. La conducta de los que “yacen con un hombre como si fuese con una mujer” se menciona entre la veneración de Moloch y la bestialidad, al ápice de la lista. Según el texto, el desorden introducido por esas acciones en el equilibrio de la creación es tal que “la tierra vomita a sus habitantes” (v. 25). El mismo tono se repite en la pieza de Levítico 20,13.
La radicalidad presente en los textos del Antiguo Testamento la encontramos en las piezas del Nuevo Testamento. La referencia al griego original se vuelve, en ese caso, particularmente preciosa.
Romanos 1,26-27
“Por eso Dios los entregó a pasiones infames (pathê atimias; pues sus mujeres (thêleiai) invirtieron las relaciones naturales por otras contra la naturaleza (para physin); igualmente los hombres (arsenes), abandonando el uso natural de la mujer, se abrasaron (vb. ekkaiomai) en deseos los unos por los otros, cometiendo la infamia (aschemosynen) de hombre con hombre, recibiendo en sí mismos el pago (antimisthian) merecido de su extravío (plane)”.
Pablo es muy explícito en este pasaje. La conducta homosexual entra en las “pasiones infames” que amenazan a la dignidad del ser humano. Estos dos versículos representan el único punto de toda la Biblia en el que los actos homosexuales son tomados en consideración en su doble matiz: actos de hombres con hombres y actos de mujeres con mujeres. Si es cierto que Pablo apenas ha estigmatizado la necedad del hombre que adhiriéndose a la idolatría, ha cambiado “la verdad de Dios por la mentira, adorando y sirviendo a la criatura en vez del Creador” (1,25), y también es cierto que el objetivo de los versículos 26-27 es el de mostrar a qué distorsión puede estar expuesto el orden de la creación, cuando el hombre pierde la verdad ontológica de sí mismo y de la realidad creada.
El texto griego, utilizando los términos arsen/thêly (varón/hembra) en vez de gynê/aner (hombre/mujer), evidencia la ruptura del orden genesiaco, subrayada posteriormente en el retomar doblemente la expresión para physin (contra natura). El lenguaje del apóstol es específico: recurre a términos que aparecen solo aquí en todo el Nuevo Testamento: ekkaiomai, (abrasarse) y orexis (lujuria, pasión desmedida), subrayando la fuerza compulsiva que se puede desencadenar en el hombre. Otros dos sustantivos, aschemosyne (vergüenza, infamia, acción torpe) y antimisthia (literalmente, contra-salario, falsa recompensa), retomados también en Apocalipsis 16,15 y en 2 Corintios 6,13, evocan el círculo vicioso en el que el hombre se encuentra aprisionado. Es significativo el empleo del término plane (extravío) que le da una connotación irónica al inciso paulino: quien se adhiere a esas conductas es como si se encontrase engañado doblemente, por la propia pasión y por el ofuscamiento de la verdad.
1 Corintios 6,9-11

“¿No sabéis acaso que los injustos no heredarán el Reino de Dios? ¡No os engañéis! Ni los impuros (pornoi), ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados (malakoi), ni los hombres que se emparejan con hombres (arsenokoitai), ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los ultrajadores ni los rapaces heredarán el Reino de Dios. Y tales fuisteis algunos de vosotros. Pero habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo…”
Los diez vicios del elenco paulino declinan la categoría de los adikoi, de los injustos. Seis de estos vicios ya fueron mencionados en 1 Corintios 5,11. El nuevo elenco se distingue del anterior por la amenaza (“no heredarán el reino de Dios”) y por la amplificación de las desviaciones en el ámbito sexual y relacional. Dos son los términos que nos interesan: El término arsenokoitai (que se encuentra aquí y en 1 Timoteo 1,10, las únicas menciones en el Nuevo Testamento) y el término malakoi.
Arsenokoitai es un vocablo compuesto de arsen (varón) y koité (lecho, coito). El hecho de que este término, en toda la literatura del siglo I, se encuentre solamente en los textos paulinos y en los del judaísmo de la diáspora hace suponer que deriva de los dos textos de Levítico 18,22 y 20,13 en los que se condena esa conducta sexual. En todo caso es posible que el término deba ser comprendido también en el ámbito de la prostitución masculina: en ocasiones posteriores al siglo II lo encontramos junto a vicios o desórdenes de carácter económico.
Malakoi es un término que se refiere, en sentido amplio, al afeminamiento: puede referirse a hombres perezosos como los que se toman la vida a la ligera, a cobardes como los que se entregan al vino y al sexo, a los que consienten pasivamente las relaciones sexuales con otros hombres y a los chicos que tratan de hacerse más atractivos tanto a las mujeres como a los hombres. Indica, en otras palabras, un complejo de conductas, actitudes y hábitos que expresan en el hombre la presencia de una distonía enfatizada y remarcada con la masculinidad que por naturaleza le es propia.
Expresando al mismo tiempo un juicio radical contra conductas similares, Pablo recuerda a los que lo escuchan que es posible un camino de conversión. La comunidad a la que se dirige es una prueba: “Y tales fuisteis algunos de vosotros”. La adhesión a Cristo permite caminar por encima de las heridas y la distonía personal: su Gracia tiene la fuerza para “lavar”, “santificar”, para “hacer justos”, fortaleciendo una voluntad que, bien orientada, puede contribuir con eficacia al equilibrio personal y relacional.
1 Timoteo 1,9-10
“La ley no ha sido instituida para el justo, sino para los prevaricadores y rebeldes, para los impíos y pecadores, para los irreligiosos y profanadores, para los parricidas y matricidas, para los asesinos, adúlteros, hombres que se emparejan con hombres (arsenokoitais), traficantes de seres humanos, mentirosos, perjuros y para todos los que se oponen a la sana doctrina”.
La declaración del autor sagrado (en este caso no se trata de San Pablo sino de uno de sus discípulos), tiene como objetivo el afianzar la diferencia total entre el camino señalado por Cristo y el señalado por la ley mosaica. Si la primera introdujo en el mundo la lógica de la santidad y de la Gracia, la segunda sirve solamente para contener los daños de las bajezas y de los desórdenes introducidos por el hombre: el elenco de tales desórdenes (¡son mencionados bien 14!) retoma el elenco del Decálogo, mostrando como esas conductas están totalmente en oposición al camino trazado por Dios.

13 comentarios:

Anónimo dijo...

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Anónimo dijo...

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Anónimo dijo...

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Anónimo dijo...

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Anónimo dijo...

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