miércoles

Ego, Alma y Apetencia Mística en San Agustín

El hombre sabe que ES. No puede dudar de ello. Todas las objeciones intelectuales resultan impotentes contra esta certidumbre; se refutan a sí mismas. Pero en san Agustín no significa esta certidumbre un hecho meramente intelectual, una certidumbre que haya de obtenerse en base del mero entendimiento, para luego deducir de ella otra cosa igualmente cierta. Se trata de una certidumbre vital directa. Todo lo que siento, la vida entera con todas sus penas y alegrías, es cierto para mí. En la vida humana tenemos el punto de partida firme, en la vida en toda su plenitud, en la vida cumplida. Mi vida, tal como la siento, no es para mí dudosa. O, dicho de otra manera: no se trata de un hecho del yo, de algún modo aislable como tal, sino del yo vivo, de mi personalidad. Yo mismo, en cuánto esta unidad de mi vida, no soy dudoso para mí. Todo lo que siento y tal como lo siento, existe; yo mismo, en la totalidad de todas mis manifestaciones vitales, estoy presente en mí mismo.
Sé que pienso (Sol. II, 1). Si no fuese así, no podría engañarme (De Lib. Arb. II, 3, 7), luego sobre esto: De Trin. X, 10: certidumbre de la vida. La misma duda concebida como vivencia que abarca en sí las más distintas manifestaciones de la vida. Cfs. también luego ibib. X, 10-14. Scio me vivere y la fórmula esse et vivere: ibid. X, 9, 13. Sobre el concepto de vida en que esto se funda, que estatuye de antemano la totalidad como unidad de todos los procesos vitales. Por ejemplo una vida. Esta vida es lo constantemente presente, propio a nosotros. Nos sabemos nosotros mismos. El alma está presente a sí misma: quadam interiore, non simulata, sed vera praesentia (Ibid. X, 10-16). El alma se siente a sí misma directamente (…se ipsum enim per se ipsum videt: En. In Ps. XLI, 7). Se detiene a sí misma y se comprende en su presencia. (De Trin. IX, 12-18 y De Genes, De Lib. Arb. II, 3, 7 VII, 21-28: Quid enim tam intime scitur seque ipsum sentit, quam id quo etiam caetera sentatuntur, is est ipse animus?).

Pero, al propio tiempo se nos presenta entonces la vida como una cosa incomprensible. Yo no puedo precisar lo que ocurre en mí. Lo experimento, y al propio tiempo no entra en el: yo vivo. No puedo redescubrirme en sí mismo. Mi vida se me escurre; me parece que yo huya de mí mismo. Soy el que vive, y no puedo detener mi vida, no puedo permanecer en mí. No tengo mi vida. No puedo ser lo que experimento. Vivo en mi propia vida como un extraño; soy un extraño que habita en el mi mismo.
…Nos non possumus capere nos, et certe non sumus extra nos.
Nuestras preguntas que nos dirigimos a nosotros jmismos quedan sin contestar (De Anima IV, 7-10 y De Trin. V, 1-2). Somos un misterio para nosotros mismos: “Nec ego ipse capio totum quod sum. Ergo animus ad habendum se ipsum angustus est” (Conf. X, 8-15).
El asombro de sí mismo como unidad de vida, la extrañeza y espanto ante el alma es uno de los sufrimientos antropológicos fundamentales de la concepción agustiniana del mundo. El alma es el milagro más grande de este mundo. ¿Qué puede compararse con el alma? Al propio tiempo el hombre se asusta de lo que hay de inconmensurable en él; siente temor de lo desconocido que hay en él. Se busca y no se encuentra. Vaga inquieto por su propia alma.
Quid ergo sum, Deus meus? Quae natura sum? Varia, multimoda vita, et inmensa vehementer (Conf. X, 17-26) El hombre es esclavo de diversas naturalezas que pelean en su propio interior. Mas aún, el corazón humano es un abismo. (En. En Ps. XXXVII). Grande profundum est ipse homo…(Conf. IV, 14-22). Pero los hombres pasan desapercibidos junto al milagro del alma: “Et eunt homines mirari alta montium et ingentes fluctus maris et latissimos lapsus fluminum et Oceani ambitum et guros sideram, et reliquunt seipsos..” (Conf. X, 8-15).
San Agustín se plantea así la cuestión de la vida en su totalidad: “¿Qué es nuestra vida? Un inconmensurable, incomprensible”. No podemos detenernos en nuestra vida; no tenemos un hogar. La vida se me escurre. No vivo mi vida. El mismo curso de la vida determina que la vida nunca pueda llegar en mí a la unidad, a la duración. Todo en mí es pasajero. Lo que ocurre en mí, lo que siento, no es vivido en el sentido de que sea vida, de que siga siendo vida, duración de vida descansando en sí. Yo, el senciente, no puedo llegar a ser uno con mi vida. No logro llegar en mí a expresión acumulada. Tan pronto soy uno como otro. Lo que fui ya no lo soy. No llego a ser, al pleno, ser acumulado. Soy y no soy. Muero en mí mismo. Mi vida pasa; de algún modo se suprime a sí misma. Y este haber vivido, el ya no ser del que es, es solo una expresión de lo negativo de la vida, caracteriza lo inanimado de la vida como la siento en mí.
Por lo tanto, no puedo llegar a mi vida propia, a mi realidad de vida. Mi impulso vital es obstaculizado de algún modo. No puedo detenerme en la plenitud de la vida. Lo que llamo vida, no es una vida verdadera, una vida viva, una realidad de vida. Es el caos que supone una acumulación y sucesión de yoes superpuestos, contradictorios y tiranos. Mi existencia no es un ser en el sentido vital; no se presenta una totalidad dinámica. De ahí esta inseguridad de la vida, esta atomización, esta diseminación, en que me siento a mí mismo, y este afán de duración de la vida, de concentración de la vida, para que yo pueda vivir mi vida en su vivacidad propia, sin que sea efímera y sin muerte.
Todo también es pasajero. Pasajero subjetiva y objetivamente. Olvidamos y ya no podemos hacer volver a la memoria lo que una vez estuvo vivo en nosotros. Ubi erat quod oblitus eras? (En. En Ps. XXXVII, II). Los días se siguen. Jungunt se, sequuntur se, et non se tenent (Ibid. XXXVIII, 7). La misma inestabilidad de las edades de la vida. Non estat ergo aetas nostra (Ibid. LXII, 6). La hora presente no es presente. Omnes enim partes eius, et omnia momenta fugitiva sunt (Sermo CLVII, 4). Por doquiera está la muerte: un continuo morir. (De Civ. XIII, 10). Así sufrimos de la inestabilidad interna y externa de todo lo terreno: “Quod corpus habet, non ets idipsum; quia non in se stat. Mutatur per aetates, mutatur per mutationes locurum ac temporum, mutatur per morbus et defectus carnales: non ergo in se stat…Anima humana nec ipsa stat. Quantis enim mutationibus et cogitationibus variatur quantis voluntatibus immutatur, quantis cupiditatibus diverberatur atque dicinditur? Mens ipsa hominis, quae dicitur rationalis, mutabilis est, non est idipsum. Modo vult, modo non vult, modo scit, modo nescit; modo neminit, modo obliviscitur: ergo idipsum nemo habet ex se”. (En. En. Ps. CXI, 6. Cfs. y CXXII, 4). De esta inestabilidad de todo lo terreno surge luego aquella inquietud y desasosiego del hombre que le acompaña por doquiera en el curso de toda su vida. Ubique inquieta, nuscuam secura (En. En Ps. CXLV, 5), dice San Agustín del alma. En todo siente la muerte. Etenim de norte venit lessitudo ista, quam invenimus in ómnibus refectionibus nostris. (Id. LXXX, 19). Así anhela el alma la estabilidad, la duración, el ser acumulado. (Id. CXLV, 5 y Conf. XII, 16).
Es el afán de la vida lo que lleva al hombre más allá de sí mismo. Su vida no le basta; quiere tener una vida elevada, total, cabal. En el no poder tenerse, en la negatividad de la vida, estriba toda forma de miseria del hombre. Pero los hombres quieren ser felices. Para San Agustín el afán de felicidad es tan evidente como el hecho de la existencia del hombre mismo. Y la felicidad significa: puro poder vivir a fondo, aspiración a superar todo lo negativo, lo que no ES, todo cuanto disminuye al hombre, lo que consume su energía vital, lo que le rebaja. La vida no es una magnitud constante. Hay más o menos vida; hay más o menos Ser. Nuestra vida está adherida a la muerte. Y muerte no significa cosa de un día. Somos a la vez entes que viven y mueren. Pero, toda vida quiere vencer a la muerte; se busca a sí misma, busca su última exaltación y eternidad. De ahí que el alma pugne por ir más allá de sí misma. Se eleva, por encima de sí misma, a la fuente de toda vida: a Dios.
Mientras quería permanecer en sí misma, se escurría a sí misma; no podía quedar detenida en su propia mutabilidad e inconsistencia, era esclava de los apetitos mudables del ego. Solo en lo inmutable y en el Dios eterno encuentra la redención a su sombría existencia; solo en Él encuentra reposo y recogimiento. Y como ella no puede alcanzar su fin en la tierra aspira a otra vida, a la inmortalidad, a la bienaventuranza eterna.
La vida terrena no puede satisfacer el alma. Non satiabor de mortalibus, non satiabor de temporalibus.( En. en Ps. CII, 10). Siente la insuficiencia de la vida que no es verdadera vida: Haec ipsa vita, si vita dicenda est. (De Civ. XXII, 22). El hombre aspira a salir de esta miseria de vida. Quiere ser feliz: Sententia tam vera atque manifesta. (Retr. I, 14). Nadie puede dudar de ello: Substantia ista, res ista, persona ista, qua homo dicitur beatam vitam quaerit; et hoc nostis, nec insto ut credatis, sed admoneo ut agnoscatis (Ser. CL, 4-5). Certidumbre de la vida y certidumbre del afán de felicidad están íntimamente unidas entre sí. (De Trin. XIV, 15-21). Beatos ese se velle, omnes in corde suo vident (Ibid. XIII, 20-25). Este deseo de felicidad y elevación de la vida está perfectamente justificado: “Desiderium ergo vestrum quo vultis vitam et diez bonos, non solum non reprimo, sed etiam vehementius accendo. Prorsus quaerite vitam, quaerite diez bonos: sed ubi possunt inveniri, ibi quaerantur”. (Ser. CIX, 5). Se halla en el alma, que es la vida misma, que aspire a la más alta elevación de la vida. La vida huye de la muerte. Queremos vivir: “Vivere enim vult, mori cogitur”, dice San Agustín del hombre (De. Civ. XIV, 25 y Contra adver. Leg. Et proph. I, 6-8). Amamos la vida: “Vitam ergo amamus, et amare nos vitam nullo modo dubitamus,neque omnini negare poterimus, amare nos vitam”. (Serm. CCXCVII 5-8). Y porque el alma ama la vida, aspira a la inmortalidad y a la vida eterna: “Ergo ista nec vita nominanda est, quia non est vera vita. ¿Quae est vera vita, nisi quae esta eterna vita?” (In Joan. Eva. Tract. XXII). Sólo será feliz luego, cuando sea inmortal (De CIv. XIV, 25). Sin inmortalidad no hay felicidad (De Trin. XIII, 7-10). Vita itaque non est, nisi beata. Et vita beata ese non potest, nisi aeterna, ubi sunt diez boni nec multi sed unus. (Serm. LXXXIV, 2). La vida eterna: la elevación máxima de la vida. Así, toda la vida aspira a salir se de sí (de la mudabilidad del ego) para ir a Dios. (In Joan. Ev. Tract. XX, II).
El alma quiere ir a Dios para vivir y para ser entonces feliz: “Cum enim te, Deum meum, quareo, vitam quaero. Quaeram te, ut vivat anima mea”. (Conf. X, 20-29).

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