lunes

El profeta y la profecía

La disciplina de la metanoia, la perseverancia virtuosa del corazón que se regocija en la Paz del Absoluto, esa odisea del alma en pos de su Morada Suprema, en suma, exige no solo de asistencia de una disciplinada vocación mística, capaz de alimentarse en los pequeños instantes cotidianos de diversos motivos que sean capaces de perfeccionar su fe y su disposición para la Gracia, por un lado, y de la asistencia paciente de de un pastor valiente y comprometido con la Obra del Maestro por el otro.

No. Esa senda estrecha demanda además de la fuerza vivificante que solo puede ser concedida por la Palabra Profética. Es allí donde radica

aquel impulso capaz de empujar los sutiles engranajes que transportan al amoroso sendero de la reunión en la Casa Paterna. Es en ella donde se señala, sin titubeo, las faltas y omisiones en los que pudiera incurrir un corazón que ya demasiado ardiente en su búsqueda y, mirando las estrellas, no se hubiera prevenido de los hoyos del camino; o que también, apresado por la pereza que desgasta el sublime impulso, se haya solazado en los embelecos de las múltiples tentaciones del desierto.

Esa voz estará allí también para señalar, acusar y denostar en contra de los enemigos de la Obra del Padre, los que se han conjurado en su adoración de todos los ídolos (el materialismo, la vanidad, el relativismo, etc.) y que pretenden impedir con sus mil adminículos la plena realización del ser humano en su aspecto material (ese derecho divino a disfrutar de una vida digna y saludable en la perfecta caridad universal y que tan bien prefigura la Doctrina social de las Iglesia), pero sobretodo espiritual (la única empresa útil que constituye la santidad). Y es entonces que, como decía Pascal, “es la caridad la que juzga los verdaderos milagros”.

El auténtico profeta no es, ni siquiera aproximadamente, un agorero del porvenir o un taumaturgo del oráculo que tiene la garantía de la inerrancia divina. Ese mero aspecto –si bien es real y sin discusión- lo es en un sentido secundario a la verdadera acción profética. Porque el profeta es el que “habla por otro”, y ese otro no es sino Dios mismo queriendo manifestar su Voluntad en la permanente perfección de su obra salvadora. Al profeta en este camino le resultará preciso señalar, denunciar y protestar, aun a riesgo de no parecer simpático a las muchedumbres esclavizadas ante la Gran Bestia del Mundo. Porque resultaría muy fácil para cualquiera caer en la tentación de ser el “popular de la fiesta”, vestirse de lentejuelas y celebrar, junto a todos, la bacanal de la inmundicia y el carnaval del hedonismo, retozar en el aquelarre de la indiferencia y embuchar hasta hartarse en el banquete de las frivolidades rebelaisianas. A todo ello el profeta resulta un auténtico “aguafiestas”; porque al pesimista a sueldo que –con los modales de Cioran- pregona la inapetencia por la vida (aunque, como el susodicho, no tienen la osadía de suicidarse), le responderá con la promesa de un Reino tan divino como cierto y asequible. Al chapucero nihilista le cantará el “iustitiæ Domini rectæ lætificantes cordial, et iudicia ejus dulciora super mel et favum: nam et servus tuus custodit ea” del salmo XVIII.

Por eso profetas, en este mundo, hay pocos. Pero su palabra es, tanto como ayer, indispensable en la misión redentora de Dios, en un mundo de extorsionadores, mentirosos, explotadores o cuatreros de las ovejas y -cuando todo esto parece fallar- aviesos asesinos que se esconden en la cobardía multitudinaria de los circos que malfinancian con el fruto de su desvergüenza.

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