Por: Manuel Morillo
El sistema que estructura a la comunidad y que la personifica en el Estado, mira hacia afuera y advierte que existen unas comunidades de características muy semejantes a las suyas (infraestructura, estructura y superestructura) y otras autodefinidas y configuradas por un valor transcendente. Con ambas, por razón de coexistencia y de convivencia, puede, tiene y debe relacionarse el Estado. Las relaciones con las primeras constituyen el objeto de la política internacional. Las relaciones con la segundas afectan, de una parte, a la incidencia en la estructura misma del Estado del valor transcendente que anima a las comunidades religiosas, y de otra, al “modus operandi” de la coexistencia y convivencia de las mismas, en tanto en cuanto coinciden en los sujetos integrantes de la comunidad política (es decir, del Estado), y de la comunidad religiosa (es decir, de la Iglesia) la doble calidad de súbditos del primero, por ser ciudadanos, y de súbditos de la segunda, por tratarse de fieles.
El tema es, sin duda, apasionante, y a su luz puede ser contemplada una gran parte de la Historia, o al menos de la Historia en la que se ha hecho presente la llamada civilización occidental. El tema, sin embargo, doctrinalmente no surge:
1) Si se desconoce la existencia de los dos términos de la relación que nos ocupa, como hacen los anarquistas, que propugnan un sociedad sin Estado y sin Iglesia (“ni Dios ni Amo”);
2) Si, admitiendo la existencia del Estado y de la Iglesia, se entiende que en contra del primero hay que adoptar una actitud de contestación y desobediencia continuas, por ser el Estado creación del demonio, como estiman, por ejemplo, los Testigos de Jehová, o consecuencia y fruto del pecado, como afirman algunas sectas protestantes.
Tampoco se plantea la cuestión cuando se profesa la tesis monista del poder, conforme a la cual no existen dos comunidades diferenciadas, la política y la religiosa, sino una sola comunidad, que ha de ser regida con plenitud de facultades por aquél a quien corresponde el poder; lo que sucede, igualmente, cuando la proyección sobre lo temporal, y por lo tanto sobre lo político, la asume la Iglesia (Teocracia), como cuando la proyección sobre lo espiritual, y por lo tanto sobre lo religioso, la asume el Estado (cesaropapismo protestante y anglicano).
Lo que ocurre es que la doctrina de la unidad de poder, que se defendiende como buena, es tan sólo en la órbita de lo temporal. Cuando Cristo habla de “dar al Cesar lo que del Cesar y a Dios lo que es de Dios” (Mt. 22, 21), señala nítidamente la diferenciación entre la potestad política (la del Estado) y la potestad espiritual (la de la Iglesia). Más aún, las parábolas del reino ponen de relieve que al lado de los reinos de este mundo, con su autonomía para regirse -sin independencia del orden moral- por las leyes que les son propias (Ve. “Gaudium et Spes”, nº36), existe un Reino de los Cielos, que se incoa en el mundo, pero que se rige y gobierna por leyes distintas a las de los reinos de este mundo. Pues bien; si la entrega de las llaves, con todo el simbolismo que conlleva de transmisión de poder, se hizo en y para la comunidad política a sus gobernantes (“Por Mí reinan los reyes”, Prov. 8,15), esa misma entrega de llaves se hizo por Cristo a Cefas (Mt. 16, 19), por lo que se refiere a la comunidad religiosa.
A partir de este instante, por revelación explícita, resulta evidente que “Dios ha repartido entre el poder eclesiástico y el poder civil el cuidado de procurar el bien del género humano” (León XIII, “Inmortale Dei”). Esta dualidad de potestades “distintas, (pero) unidas en el único designio de Dios” (Apostolican actuasitatem, nº 5), si, por una parte, como apunta el Padre Monsegú (“Religión y Política”, Madrid, 1974, pág. 104), no contradice el sentido unitario de la “civitas cristiana”, tampoco impide el planteamiento lógico y subsiguiente de la postura del Estado ante la religión como realidad intrínseca o extrínseca, es decir, de los dos grandes problemas a que antes se aludieron: el de la incidencia en el Estado del valor religioso, en cuanto a compromiso interno de la comunidad política, y el de las relaciones entre el Estado y la comunidad eclesial.
El sistema que estructura a la comunidad y que la personifica en el Estado, mira hacia afuera y advierte que existen unas comunidades de características muy semejantes a las suyas (infraestructura, estructura y superestructura) y otras autodefinidas y configuradas por un valor transcendente. Con ambas, por razón de coexistencia y de convivencia, puede, tiene y debe relacionarse el Estado. Las relaciones con las primeras constituyen el objeto de la política internacional. Las relaciones con la segundas afectan, de una parte, a la incidencia en la estructura misma del Estado del valor transcendente que anima a las comunidades religiosas, y de otra, al “modus operandi” de la coexistencia y convivencia de las mismas, en tanto en cuanto coinciden en los sujetos integrantes de la comunidad política (es decir, del Estado), y de la comunidad religiosa (es decir, de la Iglesia) la doble calidad de súbditos del primero, por ser ciudadanos, y de súbditos de la segunda, por tratarse de fieles.
El tema es, sin duda, apasionante, y a su luz puede ser contemplada una gran parte de la Historia, o al menos de la Historia en la que se ha hecho presente la llamada civilización occidental. El tema, sin embargo, doctrinalmente no surge:
1) Si se desconoce la existencia de los dos términos de la relación que nos ocupa, como hacen los anarquistas, que propugnan un sociedad sin Estado y sin Iglesia (“ni Dios ni Amo”);
2) Si, admitiendo la existencia del Estado y de la Iglesia, se entiende que en contra del primero hay que adoptar una actitud de contestación y desobediencia continuas, por ser el Estado creación del demonio, como estiman, por ejemplo, los Testigos de Jehová, o consecuencia y fruto del pecado, como afirman algunas sectas protestantes.
Tampoco se plantea la cuestión cuando se profesa la tesis monista del poder, conforme a la cual no existen dos comunidades diferenciadas, la política y la religiosa, sino una sola comunidad, que ha de ser regida con plenitud de facultades por aquél a quien corresponde el poder; lo que sucede, igualmente, cuando la proyección sobre lo temporal, y por lo tanto sobre lo político, la asume la Iglesia (Teocracia), como cuando la proyección sobre lo espiritual, y por lo tanto sobre lo religioso, la asume el Estado (cesaropapismo protestante y anglicano).
Lo que ocurre es que la doctrina de la unidad de poder, que se defendiende como buena, es tan sólo en la órbita de lo temporal. Cuando Cristo habla de “dar al Cesar lo que del Cesar y a Dios lo que es de Dios” (Mt. 22, 21), señala nítidamente la diferenciación entre la potestad política (la del Estado) y la potestad espiritual (la de la Iglesia). Más aún, las parábolas del reino ponen de relieve que al lado de los reinos de este mundo, con su autonomía para regirse -sin independencia del orden moral- por las leyes que les son propias (Ve. “Gaudium et Spes”, nº36), existe un Reino de los Cielos, que se incoa en el mundo, pero que se rige y gobierna por leyes distintas a las de los reinos de este mundo. Pues bien; si la entrega de las llaves, con todo el simbolismo que conlleva de transmisión de poder, se hizo en y para la comunidad política a sus gobernantes (“Por Mí reinan los reyes”, Prov. 8,15), esa misma entrega de llaves se hizo por Cristo a Cefas (Mt. 16, 19), por lo que se refiere a la comunidad religiosa.
A partir de este instante, por revelación explícita, resulta evidente que “Dios ha repartido entre el poder eclesiástico y el poder civil el cuidado de procurar el bien del género humano” (León XIII, “Inmortale Dei”). Esta dualidad de potestades “distintas, (pero) unidas en el único designio de Dios” (Apostolican actuasitatem, nº 5), si, por una parte, como apunta el Padre Monsegú (“Religión y Política”, Madrid, 1974, pág. 104), no contradice el sentido unitario de la “civitas cristiana”, tampoco impide el planteamiento lógico y subsiguiente de la postura del Estado ante la religión como realidad intrínseca o extrínseca, es decir, de los dos grandes problemas a que antes se aludieron: el de la incidencia en el Estado del valor religioso, en cuanto a compromiso interno de la comunidad política, y el de las relaciones entre el Estado y la comunidad eclesial.
I. INCIDENCIA EN EL ESTADO DEL VALOR RELIGIOSO
Cuando se habla de unión o separación de la Iglesia y del Estado, se suele enfocar indebidamente el problema, al confundirlo con el de las relaciones entre ambas potestades. La realidad es que cuando se habla de unión o de separación se hace referencia, en forma equivoca sin duda, a la incidencia en el Estado del valor religioso, con independencia del tipo de relación que puedan o no mantenerse con las comunidades eclesiales. En este sentido aclaratorio Pío XII declaraba, al dirigirse al X congreso Internacional de Ciencias Históricas, en 1955, que “unión consiste en el reconocimiento de los derechos de la Iglesia por parte del Estado y de los derechos del Estado por parte de la Iglesia”.
Bajo los términos de esta unión o separación lo que se encara “prima faciae” es el talante y la actitud del Estado, no con respecto a la Iglesia o las Iglesias, sino con respecto a la religión.
Así vistas las cosas, el Estado puede ser:
1) Confesional,
Porque profesa una religión determinada, que puede llamarse religión oficial;
2) Neutro,
Porque sin ignorar ni despreciar la religión, carece de religión oficial.
3) Laico,
Porque es agnóstico e indiferente ante la religión en cualquiera de sus manifestaciones;
4) Ateo,
Porque, estimando “de iure” o “de facto” que la religión es el opio del pueblo, pretende, con un comportamiento antiteo, desarraigar de las conciencias la fe de los ciudadanos.
La cuestión tiene para los españoles un vivo interés, pues se acaba de pasar, a través de la Reforma Política, y de la Constitución en que ésta se ha recogido, de un Estado Confesional a un Estado entre agnóstico y ateo, que desprecia el valor religioso del catolicismo, al legislar contra sus exigencias dogmáticas y morales, y tratar de arrancar, no solo la practica sino la vivencia religiosa y el “sensu fidei” del pueblo español.
Las consecuencias dramáticas del “cambio” se hacen más penosas por el hecho de que ha sido muy notable la contribución dada para que se produjera, por grupo de teólogos, y corrientes de opinión en el campo seglar, que con olvido de la doctrina revelada, del magisterio pontificio y de la realidad histórica de España, asimilaron las tesis del catolicismo progresista, o modernismo renovado, y de la famosa “nueva cristiandad”, de Marietain, facilitando sin escrúpulos la dolorosa realidad de un ordenamiento jurídico y de un clima social, en el que los valores religiosos son conculcados y objeto de mofa diaria...
Cuando se habla de unión o separación de la Iglesia y del Estado, se suele enfocar indebidamente el problema, al confundirlo con el de las relaciones entre ambas potestades. La realidad es que cuando se habla de unión o de separación se hace referencia, en forma equivoca sin duda, a la incidencia en el Estado del valor religioso, con independencia del tipo de relación que puedan o no mantenerse con las comunidades eclesiales. En este sentido aclaratorio Pío XII declaraba, al dirigirse al X congreso Internacional de Ciencias Históricas, en 1955, que “unión consiste en el reconocimiento de los derechos de la Iglesia por parte del Estado y de los derechos del Estado por parte de la Iglesia”.
Bajo los términos de esta unión o separación lo que se encara “prima faciae” es el talante y la actitud del Estado, no con respecto a la Iglesia o las Iglesias, sino con respecto a la religión.
Así vistas las cosas, el Estado puede ser:
1) Confesional,
Porque profesa una religión determinada, que puede llamarse religión oficial;
2) Neutro,
Porque sin ignorar ni despreciar la religión, carece de religión oficial.
3) Laico,
Porque es agnóstico e indiferente ante la religión en cualquiera de sus manifestaciones;
4) Ateo,
Porque, estimando “de iure” o “de facto” que la religión es el opio del pueblo, pretende, con un comportamiento antiteo, desarraigar de las conciencias la fe de los ciudadanos.
La cuestión tiene para los españoles un vivo interés, pues se acaba de pasar, a través de la Reforma Política, y de la Constitución en que ésta se ha recogido, de un Estado Confesional a un Estado entre agnóstico y ateo, que desprecia el valor religioso del catolicismo, al legislar contra sus exigencias dogmáticas y morales, y tratar de arrancar, no solo la practica sino la vivencia religiosa y el “sensu fidei” del pueblo español.
Las consecuencias dramáticas del “cambio” se hacen más penosas por el hecho de que ha sido muy notable la contribución dada para que se produjera, por grupo de teólogos, y corrientes de opinión en el campo seglar, que con olvido de la doctrina revelada, del magisterio pontificio y de la realidad histórica de España, asimilaron las tesis del catolicismo progresista, o modernismo renovado, y de la famosa “nueva cristiandad”, de Marietain, facilitando sin escrúpulos la dolorosa realidad de un ordenamiento jurídico y de un clima social, en el que los valores religiosos son conculcados y objeto de mofa diaria...
La confesionalidad del Estado es un anacronismo, aseguraba el reciente fallecido Karl Rahner (“Informaciones”, 4 de Abril de 1974). Incluso en naciones de mayoría católica, el Estado confesional debe descartarse, como decía Maritain, porque introduce en la comunidad un motivo de división que lesiona gravemente el logro del bien común. La religión oficial -entienden ciertos teólogos-, se contrapone, por una parte, a la libertad de conciencia, y por otra, está reñida con el hecho real del pluralismo religioso.
Para tener ideas claras conviene averiguar dos cosas. La primera, si la cuestión se contempla en términos teocéntricos o antropocéntricos, desde Dios, y por lo tanto, desde la revelación y la ley natural, o desde el hombre y, por tanto, desde su conciencia y su libertad. La segunda, si esa misma cuestión se examina en tesis, es decir, sabiendo como las cosas deber ser, o tan sólo en hipótesis, es decir, no renunciando a la tesis como ideal por el que se lucha -si no ha sido alcanzado todavía-, sino como realidad que se acepta por razones de prudencia política.
I. Posición teocéntrica y de tesis.
En tales términos, y examinando la cuestión desde el plano teocéntrico -”hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo”-, y en calidad de tesis, no hay la menor duda de que la situación optima se produce en el Estado confesional católico, ya que ese Estado acoge en su plenitud la incidencia del valor religioso autentico.
La argumentación que avala la confesionalidad católica del Estado tiene su apoyo en las siguientes razones: Teológica, orgánica, sociológica, histórica, teleológica y pluralista.
Razón teológica:
La palabra Estado es ambivalente, ya que hace referencia, como señala el P. Victorino Rodríguez, tanto a la comunidad, o parte material, como a quienes ejercen autoridad en la misma, o parte formal. Pues bien; tanto la comunidad política como la autoridad tienen un origen divino mediato (Ve. “Gaudium et Spes”, nº 74).
Si el hombre, como ya dijimos, vive racionalmente en sociedad, ello se debe a que su sociabilidad viene por Naturaleza. Esta sociabilidad, “modus socialis essendi et agendi”, ha sido insertada en el hombre por su Dios y Creador, que al declarar bueno todo lo que hizo, la “bonificó” también (Génesis. 1, 31).
Por otro lado, si es natural al hombre vivir en sociedad, “es necesario que alguien rija la multitud, ya que, como señalaba Santo Tomás, existiendo muchos hombres y buscando cada uno aquello que le conviene, la multitud se disolvería si no hubiera quien se cuidase de su bien”. Esta consideración, concluye Santo Tomás justifica tanto la frase de Salomón, en los Proverbios (11,3): “donde no hay un gobernador, el pueblo se disipa”, como el texto acertado de la Constitución “Gaudium et Spes”, nº 74: “a fin de que por la pluralidad de pareceres no perezca la comunidad política, es indispensable una autoridad que dirija a todos al bien común”.
El origen divino del poder lo ratifica el Apóstol San Pablo al decir: “Non est potestas nisi a Deo” (Rom. 13, 1), y el propio Cristo cuando señala a Pilatos que la potestad de que hace gala, se le dio desde arriba (Juan, 19, 11). De aquí que en pura doctrina católica, el gobernante no sólo representa al pueblo, sino que representa a Dios, del que es su ministro, y ministro responsable.
Por ello, el Dios hecho hombre dice que se le “ha dado toda potestad en el cielo y en la tierra” (Mt. 28, 18), Pablo proclama que Cristo tiene la primacía sobre todas las cosas (Col. 1, 18), y el Apocalipsis le reconoce “potestad sobre las naciones” (2, 26), es decir, tanto sobre las comunidades políticas como sobre quienes en ellas ejercen autoridad. Ambas, por lo tanto, comunidades políticas y autoridades -el Estado, en suma, en sus dos acepciones- deben ordenarse -por su “religatio”- con la primera causa, conforme a la voluntad del creador, reconociéndole, confesándole y cumpliendo sus deberes para con El. A tal fin, como exponía León XIII -concluyendo y resumiendo la doctrina- en “Libertas”: si “es necesario al Estado profesar una religión, ha de profesar la única verdadera”.
Esta confesionalidad católica del Estado se hace visible por parte del mismo, como explica Guerra Campos: dando culto a Dios; reconociendo la presencia de Cristo en la Historia, así como la misión de la Iglesia instituida por Cristo, y favoreciendo la vida religiosa de los ciudadanos al inspirar la legislación y la acción de gobierno en la Ley de Dios, tal y como la Iglesia la propone.
Razón Orgánica
El Estado no es, como suele decirse, una pura abstracción, que como tal abstracción carece de conciencia: “El Estado, como señalaba Elijo y Garay, vive, y obra en y por los ciudadanos que lo integran” (“Introducción a la XIV Semana española de Teología”, 1955). El Estado es la forma en que los hombres que viven en sociedad se realizan temporalmente. El Estado no es por ello, según escribía Luis Sturzo, un “quiz tertium”, o un a entidad subsistente por sí misma -”ens susbsitens”-, sino un pueblo políticamente organizado.
El Estado no es un instrumento de estricta gestión utilitaria, que se ordena tan solo a la comodidad material y al progreso social (León XIII, “Sapientiae Christianae”).
El Estado tampoco, por último, es un simple instrumento o artificio jurídico dedicado a la fabricación de leyes, con indiferencia moral ante su contenido, pues aunque así lo entiendan algunos que dogmatizan diciendo que “la verdad o falsedad religiosa no son categorías de orden jurídico y sólo éste incumbe al Estado”, las leyes han de fundamentarse en determinados criterios que orientan su normativa.
Sin tales criterios, el entramado legal pasa del “ordo rerum humanorum”, a confuso laberinto sin orden ni concierto. Para que la ordenación jurídica contribuya a la convivencia pacífica ha de obedecer a postulados éticos. El Estado, por ello, no puede identificarse y definirse como un Estado de obras, ni siquiera como un Estado de razón, fruto del laicismo y de la ignorancia o rechazo de la verdad divina revelada. Ni el Estado de razón, pues, que deifica a ésta, ni la razón de Estado, que Maquiavelo eleva, sin más compromisos, a guía suprema del poder político, pueden aceptarse.
Leopoldo Eulogio Palacios, en línea con el pensamiento de León XIII, para el cual “la política no puede quedar separada de la moral y de la religión” (“Sapientae Christianae”), el Estado se concibe como “una realidad moral, que debe moralizar y dar sentido a (los medios) que utiliza)”. De aquí que al Estado “no se le puede valorar tan solo por sus resultados y por su éxito, sino por la bondad intrínseca y moral que proporciona a los súbditos de la nación”.
“Si el ejercicio, por consiguiente, de la autoridad política... debe realizarse siempre dentro de los limites del orden moral” (“Gaudium et Spes”, nº 74), el Estado es, sin duda, un sujeto moral, como sostenía Pío XII (radiomensaje de Navidad de 1941 y en 5 de Agosto de 1950).
Ahora bien; la moralidad se define a un ley superior al Estado mismo, y esa ley, superior a un organismo que se considera políticamente soberano, aun cuando sólo sea un “provisorium”, como dice Cullman (“El Estado en el Nuevo Testamento”, Madrid, 1966, pág. 84), no puede ser otra que la ley divina explícita o implícitamente manifestada. Por ello, el Estado, como superestructura de la comunidad civil, creada por Dios -como se decía al amparo de razones teológicas- y como institución moral -como se dice ahora, al amparo de la razón orgánica-, debe profesar la religión que Dios ha revelado, y en la que se proclaman los mandamientos a cuyo examen se dictamina la moralidad del comportamiento privado y público. El Estado de derecho del que tanto se habla, para serlo de veras, ha de ser un Estado de derecho natural, en el que se inspire el derecho positivo.
Razón sociológica:
El Estado ha de recoger el pálpito de la comunidad a la que sirve y está obligado, por su razón misma de ser, a dejarse traspasar e impregnar por los valores que en el tienen arraigo y vida. El desconocimiento , por tanto, de la catolicidad, practicada o no, pero operante en la sociedad española, y su tratamiento igualizante con otro tipo de concepciones religiosas de signo minoritario, lesiona gravemente la equidad, como lesiona, en pura democracia, que un partido en el gobierno renuncia a su ideología, a pesar del apoyo abrumadoramente mayoritario de las urnas, por respeto a las ideas de los grupos discrepantes. Si la inmensa mayoría del pueblo español es católica, un Estado al que informa la democracia, tendrá que ser, precisamente por razones democráticas, un Estado confesionalmente católico.
Razón Histórica:
Al hablar de la Nación como uno de los ejes del Sistema político, se deduce que el Estado ha de ponerse al servicio de aquélla. Ahora bien, si lo distintivo y vitalizante de un nación es el alma colectiva que se encarna en la tierra y en la gente, no cabe la menor duda que el Estado debe servir, preservando y perfeccionando el espíritu nacional, todo aquello que lo entraña y configura. Si esto es así, y el valor religioso católico está en la misma esencia del espíritu de la Nación española, hasta el punto de que Menéndez Pelayo, luego de examinar a fondo nuestra historia -lo que llama el “substratum historicum”-, hace del catolicismo el cimiento de nuestra unidad política, resultará evidente que el Estado Español, al servicio de la Nación Española, y para que ésta continúe manteniendo su identidad como sujeto histórico, ha de asumir la confesionalidad católica, inherente a su patrimonio nacional.
Razón Teleológica:
El Estado -lo hemos repetido tantas veces- busca institucionalmente el llamado bien común, el “totum bene vivere”. El bien común objeto finalista del Estado está por encima y no puede identificarse de manera absoluta con el bien particular de cada uno. El bien común tampoco coincide con el bien de la mayoría, pues como señala María Teresa Morán (Ve. “Los católicos y la acción política” Madrid, 1982, pág. 63), mientras el bien común supone la comprensión del orden natural, el bien de la mayoría tiene, en la propia voluntad de quienes la forman, su única legitimación. El bien común ha de concebirse sin compartimentos estancos, como un bien integral, que abarca lo inmanente y lo transcendente, lo natural y lo supranatural, lo material y lo espiritual.
Por tanto, si el hombre se halla en tránsito por la tierra, y es portador de unos valores eternos que sobrepasan su vida temporal, no cabe la menor duda que, aun cuando a la Iglesia corresponda la tarea de la salvación de las almas, al Estado incumbe, en orden al servicio del bien común, asumir el valor religioso, inspirar en el mismo su ordenamiento y contribuir a unas formas de convivencia colectiva que favorezcan el peso especifico de aquél en la comunidad política y la consecución de la felicidad eterna de los hombres que la forman.
En esta línea a de pensamiento, Pío XII, en “Summi pontificatus”, afirma que el bien común pretende “facilitar a la persona humana, en esta vida presente, el logro de la perfección física, intelectual y moral (ayudando) a los ciudadanos a conseguir el fin sobrenatural”.
Con ello, el Estado ni hace religión , ni se convierte en un Estado sacristán, sino, como escribe Juan Mairena (“Estado y Religión”, Salamanca, 1968, pág. 117), hace simplemente, “justicia, en cuanto la religión es elemento del bien común y el bien común es el objeto de la política y, por ello, del Estado”.
Razón pluralista:
El Estado, como concepto universal, no destruye la existencia biológica de la diferenciación de cada Estado concreto, dada la Naturaleza de éste y las características de la nación a la que sirve.
El argumento de la sociedad pluralista que se esgrime como negación de la confesionalidad del Estado, debería, para ser congruente, respetar el pluralismo de los Estados en materia confesional, puesto que los Estados responden a tipos de sociedades de conformación diferente. Que un Estado, como el Español, sea de confesionalidad católica, es tan lícito, desde el plano dialéctico en que ahora nos encontramos, como que el Estado iraní lo sea de confesión islámica o el Estado norteamericano, sin desprecio y con aprecio del valor religioso, carezca de confesionalidad.
La no confesionalidad del Estado, resume Pío XI en “Dilectissima nobis”, es un “gravísimo error... especialmente en una nación que es católica en casi su totalidad... y una funesta consecuencia del laicismo (y) de la apostasia de la sociedad moderna, (dominada) por la impía y absurda pretensión de querer excluir de la vida publica a Dios, creador y providente gobernador de la misma”.
Tal es la solución que demanda, tanto la contemplación teocéntrica como el planteamiento en pura tesis de la incidencia del valor religioso en el Estado.
Conviene, para completar nuestro estudio, que nos acerquemos al otro planteamiento, es decir, al que se hace desde una posición antropocéntrica y de hipótesis y, por tanto, desde la libertad del hombre y la diversidad religiosa de muchas comunidades políticas de nuestro tiempo.
II.Posición antropocéntrica y de hipótesis:
Al amparo, sobre todo, de la Declaración “Dignitatis humanae”, del Concilio Vaticano II, se viene entendiendo por muchos que la doctrina tradicional católica sobre la confesionalidad del Estado fue abolida, y que hoy el magisterio oficial de la Iglesia se pronuncia a favor de los Estado neutros o laicos, y no por la confesionalidad de los mismos.
Para entenderlo así, se acude a la libertad religiosa como derecho fundamental de la persona humana y al principio de igualdad ante la ley de todos los ciudadanos.
La argumentación es falsa y quiebra en sus dos apoyos, el de la libertad y el de la igualdad.
-Falla el apoyo en la libertad,
Porque una cosa es la llamada libertad religiosa y otra muy diferente la libertad moral. Diferenciándolas con nítida claridad, “Dignitatis Humanae” habla de los deberes morales del hombre para con la verdadera religión; religión que esta obligado en conciencia a buscar conocer y practicar. De lo que trata el Concilio, a través de la “Declaración” aludida, no es de sustituir esa obligación moral de conciencia, por un a libertad moral, sino de la configuración de un derecho civil a la inmunidad de coacción en materia religiosa, de tal modo que por razón de la dignidad del hombre, éste, en función de su libertad, no sea constreñido por la comunidad política a practicar o no practicar una religión determinada. Este derecho civil y no moral, que incluye la inmunidad de coacción a la practica de un credo religioso, tiene, por una parte, como la “Declaración “ expone, los limites que demandan el bien común de la sociedad política y el orden publico protege, y por otra, no está reñida con la confesionalidad católica del Estado, ya que, conforme al texto conciliar:
A) continua vigente la doctrina tradicional (nº1, pº 3 de la “Declaración “ ), y
B) es lógica esa confesionalidad en una Nación, cuando así lo exijan razones históricas, que son las “peculiares circunstancias de los pueblos” a las que alude la mencionada “Declaración” (nº6, pº 3).
Pero es más. En un clima antropocéntrico y de exaltación hasta limites inimaginables de la libertad, ocurren dos cosas, a saber: que se hipertrofia y deforma el concepto mismo de la libertad y se construye el sistema político como un esquema encaminado exclusivamente a la protección y garantía de las libertades.
Pues bien; si es cierto que el Estado debe garantizar las libertades, lo es, igualmente, que con carácter primario se ordena al bien común, por lo que ha de exigir el respeto a los valores morales que son guía y limite de aquellas. Por otra parte, no puede olvidarse que toda construcción, incluso la política, requiere un cimiento sólido, de donde se deduce que sobre el cimiento de una concepción tergiversada y contorsionada de la libertad, nada puede edificarse que sea serio y permanente.
El hombre, decía Donoso Cortes, está dotado con la capacidad de elegir; y para elegir hace falta entendimiento, que nos presente lo que puede elegirse, y voluntad, para que la decisión electiva sea adoptada. En la medida en que más luminoso sea el entendimiento y mas fuerte la voluntad, la capacidad de elegir actuara más de acuerdo con la vocación perfectiva del hombre. Pues bien; cuando el hombre, en el ejercicio de su capacidad de elección, se decide por el bien y la verdad, en esa mismas medida es libre. El clima de la libertad es la verdad y el bien. Por eso como dice San Agustín, el que ama a Dios, que es el Bien y la Verdad absoluta, amandole , puede hacer lo que quiera; y por eso, como dice el Apóstol San Juan (8, 32), la Verdad nos hace libres. Por el contrario, si el hombre, en el ejercicio de su capacidad electiva, se decide por el error o por el mal, lejos de ser libre, se encadena. La libertad se corrompe y se hace licencia. Llevar una vida licenciosa, en lenguaje vulgar, y por muy libre -con libertad sicológica- que haya sido la elección, conduce a ser esclavo -la antítesis de la libertad- de las propias pasiones. La libertad, lo hemos dicho durante el curso, no es un fin, sino un medio; y los medios jamás pueden transformarse en fines.
Para evitar confusiones, conviene distinguir, pues, entre la capacidad de elegir y la libertad. Aquella se ejercita eligiendo y ésta se adquiere eligiendo el bien y la verdad. Sólo el santo, que pone en juego su capacidad de elegir, negándose a sí mismo y optando por la Verdad con mayúscula, se libera y es auténticamente libre.
La libertad, ha escrito el Padre Meinvielle (“Concepción católica de la política”, Ediciones Dictio, Buenos Aires, 1947, pág. 29), como capacidad de elegir, “es una perfección especifica de la Naturaleza humana, pero no es la perfección. La perfección es la plenitud racional”, y al logro de esa plenitud se encamina el ordenamiento jurídico del Estado: con respeto para la capacidad de elegir, en cuanto medio, pero con respeto también, por los que eligen, de la ley natural, de los postulados morales y del bien común, que tiene categoría de fin.
En esta línea de pensamiento, algún autor* aludió a “aquellas épocas más profundas (en que) los Estados -ejecutores de misiones históricas- tenían inscritas sobre sus frentes, y aun sobre los astros, la justicia y la verdad”.
-Falla el apoyo en el principio de la igualdad,
La tesis antropocéntrica no sólo le falla la apelación a la libertad, y en concreto a la libertad religiosa, sino también la apelación al principio de igualdad, porque una cosa es la igualdad individualista, que supone una proclamación constitucional como la que rece : “todos los ciudadanos son iguales ante la ley, sin discriminación por sus ideas o practicas religiosas”, y otra muy distinta, la igualdad que se proyecta sobre los grupos o asociaciones, porque e la razón y la justicia postulan que no sea igual el tratamiento jurídico que se hace de una colectividad dedicada a la filatelia, que la de un Banco o la de un Club deportivo o una Diputación provincial. En esta línea de pensamiento, la razón y la justicia demandan:
A) Que el catolicismo, como valor religioso, sea elevado en España al rango de confesión del Estado, y
B) que otros valores religiosos, vividos colectivamente, sin suponer discriminación para quienes los profesan, no lleven consigo un tratamiento preferencial para las respectivas comunidades.
Posición en Estados sin mayoria católica
Lo que sí es cierto -y así se termina el estudio del primero de los problemas planteados por la dualidad del poder, el político y el religioso, y la distinción entre ambas comunidades, la del Estado y la de la Iglesia- es que, dado el hecho real, en algunas naciones, de una división religiosa profunda de los ciudadanos, que se agrupan en colectividades perfiladas y diferenciadas en el curso de la historia, y en especial por lo que al mundo occidental se refiere, desde la Reforma de Lutero y la paz de Wetfalia, la hipótesis, aunque dolorosa, sin derogar la tesis, puede dejarla en suspenso.
En tal caso -y subráyese en evitación de desvíos-, no es la indiferencia ante el valor religioso autentico, ni el desprecio, ni el agnosticismo y relativismo teológico la argumentación que aconseja la no oficialidad del catolicismo, sino la prudencia política, que tiene en cuenta, aunque en sentido inverso, las razones de carácter sociológico, histórico, teológico y pluralista que antes expusimos.
Esta postura, fruto de a división religiosa operada en algunas naciones, no conlleva, a pesar de su dramática generalización, el abandono de las tesis, como objetivo, de igual manera que la generalización del pecado no exige que renunciemos a vivir en gracia. A la tesis de la “nueva cristiandad” y de un utópico y contradictorio Estado laico cristiano, que propugnan los católicos que pactaron con el liberalismo relativista, hay que oponer, por un lado, la necesaria discriminación entre la exigencia dogmática del hecho divino revelado y el dato histórico y sociológico del pluralismo confesional, y de otro, el párrafo antológico, cincelado con el valor de la buena doctrina, de Pío XI: “No se edificará la ciudad de un modo distinto a como Dios la ha edificado. La civilización cristiana no está por inventar, ni la nueva ciudad por construir... Ha existido, existe, es la civilización cristiana, es la ciudad católica. No se trata más que de instaurarla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos, contra los ataques, siempre nuevos de la utopía malsana de la revolución y de la impiedad: “omnia instaurare in Christo” (Carta sobre “Le Sillon”).
II RELACIONES ENTRE EL ESTADO Y LA IGLESIA
El tema de las relaciones Iglesia Estado se descarta cuando desde el punto de vista político se acepta el principio liberal de “la Iglesia libre en el Estado libre”, que considera la religión como asunto privado o de conciencia, o cuando desde el punto de vista religioso se acepta el principio protestante -que ha hecho mella en algunos sectores que se dicen católicos- que hace de la Iglesia una sociedad invisible o espiritual (“Ecclesia charitatis”), excluyendo su carácter simultáneo de sociedad visible y jurídica (“Ecclesia iuris”), por lo que siendo el Estado la única sociedad visible, el Jefe del Estado ha de ser el “pontifex maximus” o “summun episcopus”.
Descartados el principio liberal político y el principio liberal protestante, conviene insistir, desde el ángulo de mira que ahora nos situamos, que ya no se trata de conocer la incidencia del valor religioso en el Estado, sino de examinar las relaciones entre el Estado y las comunidades eclesiales, con independencia de la confesionalidad o no del Estado mismo. Adviértase, pues, que el problema se plantea incluso tratándose de un Estado confesional católico, pues el Estado católico no absorbe a la Iglesia y ambas sociedades perfectas se mantienen diferenciadas.
Necesidad de las relaciones iglesia Estado
La necesidad de estas relaciones viene impuesta por dos argumentos: uno, que arranca del hecho, ya apuntado, de incidir ambos poderes, el político y el religioso, sobre los mismos sujetos, al mismo tiempo y en el mismo espacio; otro, que tiene su origen en las interferencias que se derivan del llamado poder indirecto que a la Iglesia corresponde sobre lo temporal y de la competencia también indirecta que al Estado le corresponde en el campo de lo espiritual (Ve. “Apostolicam actuasitatem”, nº 7, y Pío XII, “summi pontificatus”).
Desde la perspectiva de tésis
El problema se resuelve, en una situación de normalidad, a través de acuerdos entre el Estado y la Iglesia, por los cuales pactan sobre las cuestiones mixtas.
En esta línea tradicional (Ve. León XIII, “Libertas” e “Inmortale Dei”) se pronuncia la Constitución “Gaudium et Spes”: “la comunidad política y la Iglesia, cada una en su ámbito propio, son mutuamente independientes y autónomas. Sin embargo, ambas, aunque por título diverso, están al servicio de uno s mismos hombres. Tanto más eficazmente ejercen este servicio en bien de todos, cuando mejor cultiven entre ellos una sana colaboración, teniendo en cuenta también las circunstancias de lugar y de tiempo” (nº 76, pº 3) (También Ve. Pío XII, Discurso a los juristas católicos, 6 de diciembre de 1953).
El tipo de acuerdos a que se hace referencia es, en cierto modo, equiparable a los Tratados Internacionales. Tales acuerdos se llaman Concordatos, y en ellos, como en el Español de 27 de Agosto de 1953 -calificado por las autoridades eclesiásticas como óptimo-, la Iglesia pretende, de acuerdo con la Declaración “Dignitatis Humanae”(13), su reconocimiento, no solo por el título común a cualquier grupo de hombres que viven comunitariamente su religión, sino, como subraya Guerra campos, “como autoridad espiritual constituida por Cristo Señor, a la que por divino mandato incumbe el deber de ir por todo el mundo y de predicar el Evangelio a toda criatura”.
La confesionalidad católica de la comunidad política y el Concordato, no excluyen el reconocimiento de las agrupaciones religiosas de otro signo. De aquí la modificación del párrafo 2º del art. 6 del Fuero de los Españoles.
Desde la perspectiva de un Estado neutro
Haya o no Concordato con la Iglesia católica, cabe, y de hecho se da en algunos países europeos, el reconocimiento y tratamiento como Corporaciones de Derecho publico de las grandes comunidades eclesiales implantadas en la Nación. Tal es lo que sucede, por ejemplo, en Suiza, con la Iglesia Católica, y las confesiones luterana y calvinista.
Cuando el Estado, más que neutro, se define como laico, bien por precepto constitucional, bien por inspiración doctrinaria, acepta el principio liberal, y todos los grupos religiosos se contemplan como puras asociaciones de carácter privado, sujetas al régimen normal de todas las asociaciones o -atendiendo a su fin- a una regulación especifica, que requiere la inscripción en un Registro propio.
Situaciones de conflicto
El esquema polifacético de las relaciones Iglesia-Estado no pueden marginar las situaciones de conflicto que surgen cuando se desorbitan las facultades propias de cualquiera de los dos poderes. Tal ocurre cuando la comunidad política pretende utilizar “placet regio” o “regium exequatur”, como ocurría en España en tiempos e Carlos III, sometiendo a una supervisión las disposiciones de la autoridad eclesiástica, que suspende hasta que sea concedida, su entrada en vigor en el territorio del Estado (regalismo, que condenó el Concilio Vaticano I), o cuando las autoridades eclesiásticas, desviándose de su verdadera misión se interfieren en los asuntos cuya jurisdicción corresponde al poder político (clericalismo).
Sobre el particular, conviene que subrayemos que ambos tipos de anormalidad o conflictividad en las relaciones Iglesia-Estado son gravisimos perturbadores, como se demuestra históricamente, no solo a través de la guerra de las investiduras y de la solución protestante “cuius regio eius religio”, sino también de la presente utilización por amplios sectores eclesiales de los derechos que se les reconocen, para actuar en el campo político y servir de cauce a movimientos de carácter subversivo que atentan contra el bien común de la comunidad civil.
Pues bien; ante una situación de conflicto, como la que ciertos sectores eclesiales producen, al amparo de la “denuncia profética” y de la teología de la liberación y ciertos separtismos, y sabiendo que la Iglesia no sólo tiene derechos, sino también deberes para con el Estado, hay que señalar, sin escrúpulos ni titubeos, que la comunidad política, de origen divino mediato, y anterior a la Iglesia, tiene perfecto derecho a defenderse.
Como decía Alfredo López, presidente que fue de la Junta técnica nacional de la Acción Católica española, el Estado ha de “saber a que atenerse cuando garantice a la Iglesia, dentro del propio ámbito de la comunidad civil, toda libertad que aquélla necesita para su propia misión. Porque la libertad se garantiza para esto: para que la Iglesia cumpla su misión, no para que se constituya como un Estado dentro del Estado o como una potestad superestatal”.
Esta defensa, que puede llevar a un Estado confesionalmente católico a enfrentarse con la Iglesia, cuyo valor religioso transcendente ha incorporado a su concepto de bien común, será muy dolorosa; pero el dolor que el enfrentamiento conlleva no excluye la obligación de defenderse. Esta defensa puede llegar a una situación limite; y esa situación limite supone la ruptura de relaciones, con la retirada consiguiente del Embajador en el Vaticano y el Nuncio en España, la denuncia del Concordato y, a lo sumo, la firma de un “modus vivendi” que, con carácter provisional y en espera de un cambio de criterios y conductas, atienda a los asuntos más perentorios y urgentes.
La ruptura de relaciones entre un estado confesional y la Iglesia Católica, puede asimilarse a la separación de los espesos. Si la ruptura de la convivencia no implica la desaparición del matrimonio, y el hombre que se separa de su mujer sigue casado, de manera análoga la ruptura de relaciones entre el Estado y la Iglesia no implica que el primero abandone su confesionalidad.
Pues bien; la mejor forma de evitar los roces entre la Iglesia y el Estado consiste, no en el entendimiento tácito, de que hablaba Maritain, sino en el entendimiento expreso, escrito, solemne y concordado, que contemple las cuestiones mixtas, por las que, entre otras, hay que entender las siguientes: Nombramiento de prelados; matrimonio, enseñanza, fuero eclesiástico y financiación.
Cuestiones mixtas Iglesia Estado
Un examen aun cuando sea breve de las cuestiones mixtas se hace necesario para completar el conocimiento del tema.
1)Nombramiento de prelados;
Si es verdad que la Iglesia, como sociedad perfecta, puede nombrar libremente a sus pastores, también es verdad que al Estado interesa que tales pastores, que, por razón de su poder religioso, se convierten en ciudadanos específicamente distinguidos, no conturben el desenvolvimiento de la vida civil comunitaria. Tal es la razón por la cual los Estados exigen que los obispos que nombra el Papa no sean extranjeros y pretendan asegurarse de la no hostilidad de los mismos hacia los valores que el propio Estado representa. El llamado derecho de presentación es una de las fórmulas empleadas para lograrlo, debiendo significarse que este derecho no ha supuesto nunca a designación episcopal por el Estado, sino la propuesta de nombres entre los que el Papa elige, con absoluta libertad. Por otro lado, el derecho de presentación, concordado con España, cuando el estado era confesionalmente católico, no era el único, ni siquiera el más generoso. Como prueba de ello puede citarse el derecho concedido al presidente de la República laica francesa, para proponer como Obispo a un solo sacerdote, para una diócesis determinada.
Cuando Pablo VI pidió a los jefes de Estado que renunciaran unilateralmente al derecho de presentación, ofreció, a cambio, “ciertas garantías, dentro de unas relaciones cordiales”. una parte de ellas es, sin duda, la que lleva consigo una prenotificación por parte de la Iglesia al Estado, a fin de que éste pueda formular objeciones que eviten un nombramiento nocivo. La formula, perfectamente aceptable, de la prenotificación, carece, por otra parte, de originalidad, y se identifica, en el plano de las relaciones internacionales, con el “placet” que los gobiernos conceden a los embajadores de otros países, y que conlleva la posibilidad de que se considere “non grata” la persona propuesta.
2) Matrimonio;
Para la Iglesia católica, el matrimonio entre católicos es un sacramento y el matrimonio entre no católicos no lo es, evidentemente. Pero la Iglesia católica entiende que el matrimonio, por serlo, y no por ser un sacramento, da origen a un vinculo entre el marido que solo se disuelve por la muerte. La Iglesia, a la que le corresponde la potestad sacramental, tiene, por tanto, jurisdicción sobre el matrimonio que contraen los católicos y puede y debe recordar al Estado confesionalmente católico que el matrimonio de los no católicos es indisoluble.
Ahora bien; como el matrimonio, canónico o civil, con independencia de su indisolubilidad, produce efectos civiles, es lógico que tales efectos civiles caigan bajo la competencia del Estado.
La cuestión mixta a que da origen el matrimonio tiene una solución teórica diáfana:
1) el matrimonio, por serlo, es indisoluble;
2) el matrimonio de los no católico se contrae ante el oficial del estado civil;
3) el matrimonio de los católicos se contrae ante el ministro de la Iglesia. Los efectos civiles del matrimonio canónico se siguen del mismo, con tal de que conste su celebración en los libros del Registro Civil. Esta solución se conturba cuando el Estado no reconoce como matrimonio al que no se ha contraído ante el oficial del estado civil, o cuando, reconociendo como matrimonio el contraído ante el ministro de la Iglesia, cercena el reconocimiento de la indisolubilidad y declara competentes a los tribunales civiles para disolver el matrimonio canónico, mediante sentencia de divorcio vincular. Tal es lo que sucede hoy en España, aún cuando el art. VI de los Acuerdos con la Santa Sede, sobre asuntos jurídicos, de 3 de Enero de 1979, señale que “el Estado reconoce los efectos civiles al matrimonio celebrado según las normas del Derecho canónico.
La solución, apuntada surge igualmente cuando el matrimonio civil se considera -yendo “contra natura”- disoluble. Por eso, la formula que nosotros propusimos para no contaminar y desnaturalizar el matrimonio, indisoluble por naturaleza, consistía en la regulación y registro del contrato de vida marital, libremente disoluble, y que produce determinados efectos civiles.
3) Enseñanza;
Que la Iglesia tiene poder y facultades para enseñar no cabe ponerlo en duda. El “id y enseñad” (Mt. 28, 19) tiene carácter imperativo, y esta enseñanza, aunque originariamente hace referencia al Evangelio, es decir, a la buena noticia de salvación, no excluye lo que es objeto del saber. Por otra parte, al Estado corresponde, en cuanto a la enseñanza se refiere, tres cometidos: uno de carácter subsidiario, que le lleva a suplir a aquello que los padres, solos o asociados, no hacen; otro de estímulo y ayuda a los centros escolares de carácter privado; y el otro y último, el de policía o inspección encaminada a asegurar el nivel y la corrección de la enseñanza.
La solución ideal de esta cuestión mixta, consiste en el reconocimiento por parte del Estado
a) De la libertad de enseñanza, en todos sus grados, a la Iglesia Católica;
b) De ayuda económica directa, es decir con cargo al presupuesto, o indirecta, a través de exenciones o bonificaciones tributarias, a sus Centros escolares, con tratamiento análogo, por justicia distributiva, a los centros de carácter oficial; y
c) Del derecho de la Iglesia a enseñar religión en las escuelas del Estado. Esta solución se quiebra, como ahora sucede en España, cuando no se homologa el tratamiento presupuestario de todos los centros escolares, y se supeditan las ayudas al cumplimiento de uno requisitos que conllevan la negación de la libertad de enseñanza, al hacer insostenibles económicamente los colegios privados. De igual modo, quiebra la solución cuando se suprime la enseñanza de la religión católica en las escuelas publicas, o cuando se exige la aprobación por las autoridades políticas de los Catecismos.
4) Fuero eclesiástico;
La misión sobrenatural de la Iglesia demanda que los enviados a cumplirla no sean objeto de trabas y dificultades en el cumplimiento de su tarea. La Iglesia, por ello, dice al Estado, y con razón, que las infracciones que sus ministros puedan cometer se sustraigan a la jurisdicción competente de los tribunales civiles, para someterla a la delos Tribunales eclesiástico. Por su parte, el Estado dice a la Iglesia, y también con razón, que sus ministros pueden cometer dos tipos de infracciones: uno, de carácter estrictamente religioso, que puede afectar a la integridad de la doctrina y al orden disciplinar interno, y otro, que no se diferencia en nada de los que pueden cometer el resto de los ciudadanos.
Pues bien; la cuestión mixta planteada por el fuero eclesiástico tiene como solución ideal la distinción nítida entre esos dos tipos de infracciones, y el sometimiento de unas y de otras a la esfera religiosa o política que le corresponda.
En la practica sin embargo la solución ideal, que quiso ponerse en practica en nuestro Concordato de 1953, demostró su ineficacia cuando la Iglesia se politizo en tales términos, que desconoció el contenido literal de su art. 16, 3, cuyo texto decía: “El Estado reconoce y respeta la competencia privativa de los tribunales de la Iglesia, en aquellos delitos que exclusivamente violan una ley eclesiástica”, y denegó sistemáticamente la autorización del Ordinario para procesar a sacerdotes que habían cometido delitos públicos graves.
5) Financiación;
Si la Iglesia tiene como objeto la salvación de las almas, y el logro de tal objetivo se enmarca en el bien común transcendente que ha de servir el Estado, no puede escandalizar que el Estado, que dispone de los recursos que por vía de impuestos le proporcionan los súbditos, atienda en justicia con los mismos a favorecerlo. Por otra parte, la Iglesia atiende al pueblo, sin discriminación, a través de innumerables instituciones hospitalarias o benéficas, cuya subsistencia, aumento y mejora es a todas luces conveniente.
La fórmula ideal y concordada, tratándose de un Estado de confesión católica, consiste en oficializar la ayuda a la Iglesia, en cuanto tal Iglesia, y subvencionar las actividades concretas merecedoras de ello, no por ser de la Iglesia, sino por razón de su cometido, al igual que se subvenciona las que dirijan otro tipo de comunidades, religiosas o no. Esta formula ideal viene avalada, en el caso español, por el hecho de que la ayuda económica presupuestaria no era tan solo una colaboración al quehacer especifico y transcendente de la Iglesia y un servicio a bien común, sino una contraprestación, adeudada en justicia después de la política desamortización no puede considerarse en sí como privilegio, sino como derecho, la Iglesia, como se deduce de los textos conciliares, está dispuesta -y puede, lógicamente, hacerlo- a renunciar a la financiación mencionada, para evitar cualquier tipo de escándalo, aunque sea hipócrita, o la sospecha de una vinculación al poder político que lesionara su libertad evangélica (“Gaudium et Spes”, nº 76).
Ejercitada esta renuncia, queda en pie, sin embargo la ayuda a las instituciones a que antes hicimos referencia, pues tales ayudas -por vía directa o tratamiento fiscal favorable- no lo serán a favor de la Iglesia, sino de las obras como tal consideradas.
Conclusión
Sirvan de conclusión y síntesis de cuanto acabamos de exponer las siguientes afirmaciones:
1) La Política no es sólo un instrumento, sino una ciencia fundada en el Derecho natural, la Ética y la Teología.
2) La Política debe levantar como principios fundamentales: el del origen divino del poder; el de la consideración del gobernante como ministro de Dios; y el del bien común integral, inmanente y transcendente, como fin de la comunidad política, de la autoridad que la rige y del ordenamiento jurídico.
3) La Política no es un pacto de convivencia con el mal, ni una aceptación cobarde y resignada de las situaciones dolorosas se “hipótesis”, sino la resuelta voluntad, guiada por la prudencia, de modificar las “hipótesis” par acercarlas a la “tesis”.
4) La Política, por ello mismo no es un deslizamiento hacia la corriente secularizadora de las estructuras temporales y de pluralismo religioso, sino una actitud gallarda que pretende la unidad católica y la “consacratio mundi”, compendiada en el lema “instaurare omnia in Christo”.
5) Las Política, tal y como se debe entender por los cristianos, reconoce que a Cristo le fue dado “todo el poder en el cielo y en la tierra” (Mt. 28, 18), que es Rey de Reyes (Apoc. 19, 16) y que cuanto más se oponga a esta realeza universal, más alto será preciso, como pedía Pío XI en la “Quas Prima”, afirmar, en los foros internacionales y en las cámaras legislativas, “los derechos que a Cristo le corresponden como Rey”.
Fuente: Cristiandad.org
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