miércoles

El Derecho en San Agustín I

SOBRE LA AUTORIDAD DE LAS LEYES PROFANAS

San Agustín consagró sólo un pequeño lugar al derecho de la ciudad terrestre. Incluso en su obra sobre las dos ciudades, no es, en manera alguna, el objeto principal de sus preocupaciones. Su objeto era sobre todo, volver los espíritus hacia otra especie de justicia.

Su posición respecto a las leyes de los Estados es muy importante (si se hace abstracción de ella no tendríamos sino una visión muy falsa e incompleta de su doctrina), nueva en el mundo greco-romano y paradojal para una cultura exclusivamente pagana.

Se resume en dos principios aparentemente contradictorios: las leyes de origen profano no pueden pretender la justicia, son esencialmente injustas (I), no obstante, deben ser obedecidas (2). Pero, entonces, Cuál es la razón de su validez? (3).

Veamos separadamente cada una de estas tres afirmaciones.

1.- Injusticia de las leyes pr

ofanas.

La Ciudad de Dios está llena de ataques contra el Estado. San Agustín estigmatiza ya sea el conjunto del orden pagano, ya sea tal o cual institución particular, por ejemplo las instituciones sociales (la esclavitud XIX, 19 y sigs.), judiciales (la tortura XIX, 6), militares (Lº IV, cap. IV y sigs.), etc.

Es cierto que su juicio no siempre es tan severo. Se corre el riesgo de mutilar esta compleja doctrina si sólo se retienen los pasajes hostiles. San Agustín aprueba el orden jurídico romano; habla de “guerras justas” de Roma, reconocen en la esclavitud una institución conforme -al menos en ciertas circunstancias- al “orden natural”. Ha defendido el matrimonio o la mayor parte de las medidas penales fijadas por largo tiempo en Roma por la legislación pagana y, por ejemplo sancionadora de las costumbres sexuales “contra natura” (Conf.: III,8-15, De Nuptiis,20-35,etc.)

No hay que excluir, como veremos y como la autoridad de San Pablo mismo lo había señalado, que exista un cierto conocimiento entre los paganos de la ley moral y del orden natural del mundo. Por ello, en la Ciudad de Dios (como sin duda en numerosos textos antipelagianos) el acento está puesto sobre la crítica de las instituciones temporales.

Se podría distinguir dos tipos de condenaciones. Por una parte San Agustín acusa a la ciudad terrestre de no perseguir más que honores falsos, tramposos, provisorios, desviados, “...que nada penoso sea prescripto, nada de impuro, prohibido; (...) que las leyes vigilen los daños causados a la viña de otro, no los que cada uno inflige a su propia vida... que las mujeres públicas abunden (...) que se beba, se vomite, que se sacien (II.20)...”, tales parecen ser los fines del Estado. De allí que las grandes conquistas de las que se gloria el Imperio Romano no le han aportado más que vanidad; a nadie le ha dado la verdadera felicidad (IV. 3). Pero, por otra parte, San Agustín hace a todas las instituciones el reproche de injusticia. Por ejemplo, las conquistas romanas o las de Alejandro y los mismos grandes reinos, no son sino latrocinios magnos (IV .4).

Más aún, hay un pasaje célebre de la Ciudad de Dios que denuncia la esencial injusticia del conjunto del orden jurídico romano. Es la famosa discusión sobre la existencia del “populus”, es decir de la comunidad política romana (XIX.21:cf.:II, 21). Ella conduce a una discusión sobre la justicia de la ciudad, porque según los paganos -es decir conforme a la filosofía clásica- no es ciudad más que el grupo político fundado sobre el derecho (jus), por otra parte, conforme a esa misma filosofía no es derecho sino lo que es justo (justum) y la justicia consiste en dar “a cada uno aquello que le corresponde”.

Qué justicia es esa que no da a Dios, autor y dueño de todas las cosas, el honor y el respeto que le son debidos? No puede, sino ser una justicia falsa, viciada de pies a cabeza, un desorden, un desarreglo. Porque la razón no tiene títulos para dirigir el coraje y los instintos sensibles, si ante todo esa misma razón no obedece a Dios (cf.:XIX.,4); del mismo modo que un soldado no puede obedecer a su general si éste no obedece al jefe del Estado. Toda la jerarquía se esfuma, carece de fundamentos. Todo el orden jurídico pagano está -de esta manera- privado de justicia.

Se observará que San Agustín, en esta discusión escolástica, ha sufrido la impronta de Platón para quien a la justicia concernía (Conf.: M. Villey. La formation de la pensée juridique, p. 2 y sigs. De. Montchrestien, 1968) no solamente la armonía social (el justo reparto de bienes entre ciudadanos) sino que, más aún, se encontraba ligada de manera indisociable, al equilibrio o armonía interna del individuo. Cuando el desorden está instalado en el individuo no hay manera alguna de orden social.

San Agustín no hubiera conducido de esta manera su razonamiento si hubiera conocido a Aristóteles y su análisis realista del dikaion politikon (pag. 39 y sigs. De La Formation). De allí que el orden institucional romano, tal como lo ha legado el paganismo, no es en manera alguna justo y permanecerá siendo injusto en tanto no sea refundado a partir de la fe cristiana (esto es, como veremos luego, transformado en un nuevo tipo bien diferente de orden social). No constituye, propiamente hablando, un derecho. “Donde no hay nada de justicia, no hay nada de derecho. No es posible llamar derecho a la

s instauraciones injustas de los hombres, porque ellos mismos no llaman derecho sino es al que viene de la fuente de la justicia”. San Agustín, no obstante, sigue fiel, al menos en su terminología, a la doctrina tradicional de la filosofía jurídica clásica greco-romana que enseña que el derecho es lo justo. “Jus enim est quod justum est...”(Enarr. in Ps. 145,15) “Mihi lex esse non vidtur, quae justa non fucrit...” De lib. Arbitrio I, 5, II). Llega a designar con la expresión jus humanum, las leyes de la ciudad terrestre pero esto no es más que un licencia del lenguaje; propiamente hablando sostiene que las instituciones profanas no son derecho.

2.- La obediencia a las leyes profanas.

Pero, pese a esto - he aquí, en la historia de la filosofía del derecho, una gran novedad - San Agustín va a propugnar la autoridad de esas leyes injustas.

En rigor de verdad, esta es la continuación de la doctrina judeo - cristiana, tal como se expresa - no todavía bajo un forma filosófica - en la actitud concreta de Jesús frente a las leyes de Asuero o de Daniel ante el poder de Nabucodonosor. Del mismo modo Cristo parece aceptar en sus parábolas las costumbres paganas de su tiempo: el préstamo a interés (Lc. XVII, 7), el salario (Mt XX, 1), etc. San Pablo reconocía el poder de las autoridades imperiales (Rom. XIII, 1,7) y la sumisión de los esclavos (I Cor.VII, 20: Itim. VI, 12: Phil., etc.).

Con las fuentes de la experiencia cristiana, en la meditación de la Biblia, San Agustín pondrá nuevas luces sobre todo un sector de fenómenos jurídicos, desconocidos para las grandes filosofías clásicas (quizás presagiados por el estoicismo). Enseña cerradamente la obediencia debida al César, a las leyes de la ciudad temporal. En su peregrinaje terrestre - tanto que las dos ciudades rivales quedan mezcladas - el cristiano debe – dice él - usar del estado profano y sus leyes; y obedecerlas (v, 19; V, 21; II, 19; Cf.: Confes.III, 8, 15). Este deber de sumisión, lo subraya respecto de las instituciones aparentemente más injustas. No sólo respecto de la institución de la propiedad privada que San Agustín tuvo que defender en forma expresa pese a que ella estaba lejos de corresponder a su ideal de justicia (Ep. 157 a Ilarium; En. In Ps. 85; Tract. In Joh. Ev. VI) sino además la esclavitud (XIX, 14 y 15). San Agustín permanece fiel a la tradición de la Iglesia que nada hizo por la abolición de la esclavitud. “Esto explica porque el Apóstol advertía a los mismos esclavos ser sumisos a sus amos y serles afectos, sirviéndolos no por el temor a la pena, sino por el amor de su deber, hasta que la iniquidad pase y que toda dominación humana sea aniquilada, hasta que Dios haga todas las cosas en todos”.(XIX,15)

La solución de San Agustín toma todo su sentido si se tiene en consideración que no tiene, como Aristóteles, a la esclavitud por una cosa justa no auténticamente natural.

Hay un texto de San Agustín que legitima las casas de prostitución. Hay otros más célebres y cuyo fortuna histórica será considerable contra la objeción de conciencia y que legitima la guerra: “Quien es culpable en la guerra? El hecho es que los hombres mueren y buscar a quien reprender es cosa de traidores, no de espíritus religiosos. Voluntad de destruir, crueldad en la venganza, deseo de dominación he aquí de lo que es culpable la guerra; pero desde que Dios o alguna autoridad legítima la conduce, tomar las armas es un hecho de los buenos. Justo es el orden que dirige, entonces Juan no pidió a los soldados que dejaran el oficio de las armas, Y Cristo ordenó pagar tributo al César, que ha de servir para alimentar sus ejércitos”, etc. (Contra Faustum XXII, 74; en Graciano CXXIII,q.i,c.4; CF.: De lib. arbit. I,12;C.D. IV,15).

No obstante, hemos señalado que San Agustín no creía demasiado en la justicia de la guerras romanas.(IV.4). El capítulo VI del libro XIX, contiene la denuncia de la injusticia de la institución de la tortura, la cual era entonces tenida como un medio indispensable para solventar las dificultades de la prueba. Pero el texto continúa así: “Pese a estas tinieblas de la vida civil, un juez que sea sabio, subirá al tribunal o no? Sin duda que subirá. Pues la sociedad civil que él cree no poder abandonar sin crimen lo obliga; y no cree que sea un crimen torturar a los inocentes por el hecho de otro. Un juez no cree hacer mal haciendo todos esos males porque no los hace por gusto, sino por una ignorancia invencible y por una obligación indispensable de la sociedad civil. Pero aunque nadie lo pueda acusar de malicia, es siempre una gran miseria...”(XIX,VI).

Dudo que Pierre-Henri Simon, en su revista de historia de las doctrinas teológicas, cite ese texto por ser auténticamente cristiano, sino kantiano, y porque ha tenido una cierta fortuna en la historia de la Inquisición.

3.- Los motivos de obediencia.

Cuál es, entonces, la razón de ser de la validez de esas leyes al mismo tiempo proclamadas injustas, o en las que justicia es dudosa o seriamente imperfecta? En la obra de San Agustín hay diversos elementos que permiten una respuesta, variados según las hipótesis y situaciones consideradas. En ciertos casos la institución, a falta de una justicia plana reivindicable para sí (porque San Agustín poseía una noción muy exigente e ideal de la justicia), posee por lo menos algún valor y como un embrión de justicia en cuanto se presenta como útil para el orden; entendamos bien, para el orden temporal. Pero hay diferentes tipos de orden y diferentes grados de paz; San Agustín ha meditado profundamente esta noción de paz (Bernheim-Arquilliere); toda actividad según él tiene alguna paz. Pero por debajo de la paz perfecta, que sería obra de la justicia (pax opus justitiac) hay formas inferiores de paz, más o menos injustas, tranquilidades provisorias como la de la ciudad terrestre. Tal es el tipo de utilidad que cabe esperar de las leyes del Estado (XIX,12). Y si es vano pretender fundar la ciudad terrestre sobre el fundamento de la justicia (XIX,21) ella puede serlo sobre ese interés provisorio de cierto orden, de seguridad (XIX,24).

Del mismo modo, la guerra, la esclavitud y la tortura podrán ser, al menos, medios de esta empresa.

Si sólo es justa la norma de la Escrituras que prohíben asesinar, sólo merece igualmente el nombre de ley, la ley contraria del Estado no debe ser menos obedecida porque ella sirve a la paz de la ciudad, siendo hecha para proteger al pueblo “tuendi populi causa lata est”(de Lib. Arbirtrio, I,II y 12). Orden exterior, seguridad de la vida común temporal.

Por otra parte, en la misma hipótesis en que se ocupa de una ley mala, invocará otra razón que tiene una dimensión más general. Es que la potestad de hecho de donde la ley emana, está vinculada a la Providencia; su autoridad surge de una suerte de mandato de la Providencia.

San Agustín se incorpora aquí a la tradición judeo-cristiana (y puede que también estoica): la Biblia marcaba con fuerza y continuidad el carácter providencial del poder de Egipto y de las conquistas asirias, como así también de todo lo que acaece históricamente (“Es por mí que reinan los tiranos”), al igual que la potestad de Pilato.

El pensamiento de San Agustín, más que cualquier otro, está penetrado por la idea de la omnipotencia y de omnipresencia divina: todo lo que sucede es obra de Dios y, de un modo misterioso, entra en su orden.

Obediente a las leyes del César, el cristiano sabe que también éste debe inclinarse ante la ley eterna. Las mismas órdenes de los tiranos, por injustas y malas que sean, tienen una razón de ser oculta, un sentido en la historia de la salvación. Por ejemplo, las persecuciones de las que fueron víctimas los cristianos y el mismo Cristo, por más injustas que fueran, servirán para la salvación de los mártires y de la humanidad; es en ello que se descubre su sentido en el plan divino.

Tal, es la visión de la historia de San Agustín. Por cierto que no deifica la historia, “el sentido de la historia”, como se hace hoy día. No proclama, como Hegel, que el poder vigente sea justo; pero enseña a respetar el hecho histórico que siempre refleja alguna cosa del orden de Dios. Buen sentido que falta a los soñadores del ideal abstracto.

Esta es la razón por la cual San Agustín luego de haber negado su justicia, enseña firmemente el respeto a las leyes de la ciudad terrestre. Se observará que esos motivos son de un nuevo tipo, ignorados por las doctrinas clásicas del derecho natural. Ellos nos transportan, como lo han señalado ciertos intérpretes, a un clima de positivismo jurídico.

Orden público, seguridad, poder de hecho, respeto a la historia, serán los polos del pensamiento jurídico moderno.

Una parte, al menos, de la doctrina de la Ciudad de Dios, debía estar destinada a tener una amplia resonancia, al conducir al positivismo jurídico de la época moderna; positivismo que hunde, a través de los escritos de San Agustín, sus raíces en el cristianismo.

Pero, de qué valen en definitiva esos nuevos fundamentos de la ley? San Agustín da a los fieles el precepto de obedecer al César y de observar el derecho romano. Pero al mismo tiempo despoja al derecho romano de esa aureola de justicia que fundaba su autoridad a los ojos de los paganos.

El derecho de la ciudad terrestre viene a ser un conjunto de usos; de convenciones (Conf.:III,8,15); de costumbres de hechos (consuetudines - De div. Quaest. XXI) de los que no se puede probar su valor; de prácticas de los tribunales que, se sabe, están alejados de la verdadera justicia celeste (jus fóri opuesto a jus poli - sermón 355,IV,5); o de órdenes arbitrarias de los reyes (legen regum opuestas a divinum jus - Tract. Hoh. Ev. VI).

Sin duda que el cristiano buscaría, en su fe en la providencia, motivo suficiente para obedecer a esas instituciones de hecho; él las usará (uti); pero según la oposición corriente en el lenguaje de San Agustín, se guardará de gozar de ellas (frui), lo cual supone reconocerles un valor en sí.

De este modo, los mártires deben usar -en vista a su salvación- las leyes de sus perseguidores, pero repudiándolas al mismo tiempo. Para quien no tiene la misma fe en la Providencia y el mismo despojamiento de sus intereses temporales, es posible creer que aquél -el cristiano- no mantiene más que le precepto del desprecio.

Los fundamentos agustinianos sobre la validez de las leyes, parecen a los ojos del hombre común, carentes de fuerza de convicción. Son aun imprecisos en cuanto a sus consecuencias. El positivismo recomienda obedecer a los poderes de hecho, pero ¿cuál es la potestad de hecho? ¿aquella que tiene detrás de sí la fuerza o el viento de la historia? ¿Pétain o De Gaulle? ¿De Gaulle o Salán? Roma o los bárbaros?

Precisamente, es el problema del jurista ante la circunstancia. San Agustín está muy por encima de las oscuras cuestiones de los juristas como para proveer la menor solución.

Recomendar el hecho de las leyes positivas como objeto de obediencia estricta, como lo quieren los positivistas, pues esta solución tiene el rigor suficiente en tiempos de calma para los sujetos; les da una norma de conducta: la observancia del orden establecido. Pero ¿qué pasa al legislador? ¿ según qué norma, qué criterios, qué método hará la ley él? “Ello sería demasiado largo de explicar”, responderá el tratado del Libro Arbitrio (I,XV,32) y no del todo necesario para nuestro propósito “el plane ad id quod proposuimus non necessarium”. Rehusa responder.

Seguramente que esto no estaba dentro de las preocupaciones de San Agustín.

No estaba de manera alguna en su ámbito, sin duda dejaba a otros la tarea de tratar esos problemas.

Pero qué peligros para aquellos que prontamente demandaron a San Agustín toda una filosofía del derecho. No encontraron en sus obras nada que pudiera favorecer el arte del derecho profano, hacerlo vivir, hacerlo progresar, sino un exceso de resignación ante la injusticia de las leyes, el derecho terrestre abandonado como cosa despreciable a la arbitrariedad del poder o a los caprichos de la historia.

Gérmenes de falencia, San Agustín tenía tan a menos a la autoridad del derecho profano, que, al fin de cuentas ha preparado su muerte.

No hay comentarios: