miércoles

La promesa del Espíritu Santo

El espíritu de Dios, desgajado progresivamente de cualquier confusión con las fuerzas de la naturaleza, sin que llegue a aparecer en el Antiguo Testamento como Dios mismo, se evoca frecuentemente y se nombra en el Nuevo testamento. Es el Espíritu el que llena a Isabel cuando oye la salutación de María y a Zacarías cuando canta el “Benedictus”. Fue el espíritu el que dijo a Simeón que no moriría antes de ver al Ungido del Señor, y al que lo lleva al Templo. Es el espíritu el que reposa sobre la Virgen de Nazaret para obrar en Ella la milagrosa concepción. Es también este Espíritu el que conduce a Jesús al desierto para ser tentado (Lc 1, 41; 1, 67; 2, 26-27; 1, 35; 4, 1). Pero no hay discontinuidad alguna entre este Espíritu del que habla San Lucas con insistencia y el que llenó a los Profetas. Las mismas palabras, las mismas características, el mismo poder divino, pero necesariamente “otra cosa distinta a una manifestación extraordinaria de Dios” (J. Guillet, Temas bíblicos, pág. 275). El Espíritu se convirtió en objeto de promesa, no para algunos individuos privilegiados, sino para la comunidad entera.
Ya Isaías había anunciado un derramamiento del Espíritu sobre el pueblo de Dios. La esterilidad y la soledad reinarán “mientras no sea derramado sobre nosotros un espíritu de lo alto, y el desierto se torne en vergel, y el vergel venga a ser selva” (Is 32, 15). Esta es la primera asimilación del espíritu a un agua fecundante que inunda todo un país. Pero es Jesús quien hablará explícitamente de una promesa, de una promesa dirigida a todos: Cum autem inducent vos in synagogas et ad magistratus et potestates nolite solliciti esse qualiter aut quid respondeatis aut quid dicatis, Spiritus enim Sanctus docebit vos in ipsa hora quae oporteat dicere: Cuando os lleven a las sinagogas, ante los magistrados y las autoridades, no os preocupéis de de cómo o qué habéis de responder o decir, porque el Espíritu Santo os enseñará en aquella hora lo que habéis de decir” (Lc 12, 11-12). El Espíritu Santo, o el “Espíritu de vuestro Padre” (Mt 10, 20). Si ergo vos cum sitis mali nostis bona data dare filiis vestris quanto magis Pater vester de caelo dabit spiritum bonum petentibus se: Si vosotros, pues, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre Celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?” (Lc 11, 13). En la tarde del Jueves Santo: Paraclitus autem, Spiritus Sanctus, quem mittet Pater in nomine meo, ille vos docebit omnia et suggeret vobis omnia quaecumque dixero bobis: El Consolador, el Espíritu Santo, que el Padre enviará, os enseñará todas estas cosas” (Jn 14, 26), y después de la Resurrección: Et ego mitto promissum Patris mei in vos vos autem sedete in civitate quoadusque induamini virtutem ex alto: Pues yo os envío la promesa de mi Padre; pero habéis de permanecer en la ciudad hasta que seáis revestidos del poder de lo alto” ( Lc 24, 49; cfr. He 1, 4).
Todas estas palabras de Jesús atestiguan que el Espíritu es la promesa del Padre. Por eso el Hijo no puede darlo hasta que haya subido al padre. Pero después de su Ascención, Jesús mismo lo derramará: “Yo –decía Juan el Bautista- cierto, os bautizo en agua…Él os bautizará en el espíritu Santo y en el fuego” (Mt 3, 11-12; cfr. He 1, 5). “Vidi Spiritum descendentem quasi columbam de caelo et mansit super eum; et ego nesciebam eum sed qui misit me baptizare in aqua ille mihi dixit: 'Super quem videris Spiritum descendentem et manentem, super eum hic est qui baptizat in Spiritu Sancto: Yo he visto al espíritu descender del cielo como paloma y posarse sobre Él. Yo no le conocía; pero el que me envió a bautizar en agua me dijo: Sobre quien vieres descender el Espíritu y posarse sobre Él, ese es el que bautiza en el Espíritu Santo” (Jn 1, 32-33).
Promesa del Padre, promesa del Hijo, el espíritu fue prometido a todos. Y nouna posesión pasajera, sino una inundación permanente. “Et ego rogabo Patrem, et alium Paraclitum dabit vobis ut maneat vobiscum in aeternum: Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, que estará con vosotros para siempre” (Jn 14, 16).

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