El viento impetuoso que llenó con su ruido la casa en la que en el día de Pentecostés: “Et factus est repente de caelo sonus tamquam advenientis spiritus vehementis et replevit totam domum ubi erant sedentes” (He 2, 2) estaban reunidos los apóstoles, es el mismo que en la primera mañana del mundo, “se cernía sobre las aguas” (Gen 1,2). La nueva creación: La Iglesia responde a la antigua: el universo. Pero “lo viejo ya pasó, se ha hecho nuevo” (2 Cor 5, 17). Aquel soplo que el Génesis representaba como una fuerza más o menos divina animando el mundo, es hoy el signo de una eficacia trascendente al mundo –Personas es hoy el signo de una eficacia trascendente al mundo- Persona divina distinta, viva y activa- que lo invade para divinizarlo.
Durante la larga historia del pueblo de Israel, que es el tiempo de la gestación de Cristo, el Espíritu Santo era ya el espíritu santificante, trabajando, por lo tanto, para la santificación de los hombres. Sin embargo, no había sido revelado como Persona. Seis meses solo antes de la muerte y la resurrección de Jesús, San Juan pudo decir que aún “no había sido derramado” (Jn 7, 39). Fue necesario el derramamiento sobreabundante de Pentecostés para que el espíritu Santo fuera llamado por s verdadero nombre y que los hijos de Dios se sepan normalmente sumergidos en Él. El Espíritu Santo será dado, en realidad, por Cristo entrado con su cuerpo en la gloria del padre. “El venero de agua viva no sale más que del costado abierto”. (J. Guillet, Temas bíblicos pág. 279).
En el antiguo Testamento, el soplo de Dios es, ante todo, el viento. Es la “ruach”, poder misterioso, material como los otros elementos de la naturaleza, pero producido directamente por Dios, procedente de Él y llevando sus órdenes de uno a otro extremo del mundo con suma docilidad. Fuerte, ligero, inaferrable, el viento viene del cielo, llega a las regiones inaccesibles donde Dios dicta sus leyes y lo lleva en sus alas, suscitando por todas partes el ser y la vida. Aún más, la “ruah” es el soplo que sale de la boca de Dios YHVH, su aliento, su respiración. Incluso el ritmo que reglamenta el flujo y el reflujo de la vida en el mundo.
Como viento que pasa, la “ruach” es el símbolo del misterio y del poder. Como respiración divina es el elemento vital que anima la carne y a la sangre. “Si el volviera a sí su soplo y retrajera a sí su aliento, en un instante moriría toda carne y el hombre se tornaría polvo” (Job 34, 14).
“Así el concepto hebreo del ser viviente corresponde a su idea del mundo exterior. En la naturaleza, a los elementos propiamente terrestres, la tierra y el agua, masas pesadas e inertes, nacidas del caos por una intervención triunfante de Dios, se opone el viento y sus rasgos casi divinos, la sutileza, la rapidez, el poder y la docilidad. En el mismo viviente, a la flaqueza y pasividad de la carne, destinadas a la corrupción del cadáver, se opone una fuerza aún más misteriosa aún que el viento, pero de naturaleza análoga: un soplo impalpable, aparentemente frágil y vacilante, el único capaz, sin embargo, de levantar el cuerpo y penetrarlo de energías de vida. Como el viento, pero con otra convicción y términos más decisivos, el hebreo llama a este soplo un soplo de Dios, la ruach de YHVH” (J. Guillet, ibid. Pág. 241).
A través de estas imágenes, a través de esta oposición entre la carne inerte y el soplo venido de arriba que la transforma en ser vivo, hay una afirmación implícita de Dios como espíritu radicalmente diferente de la criatura, como Viviente vivificante. Pero tales representaciones –al mismo tiempo primitivas y profundamente expresivas de la presencia de Dios en el mundo- no pasan aún el terreno de la creación natural, de la historia de la materia y de la vida. Además la historia de Israel es una historia santa, compuesta, sobretodo, de las intervenciones de Dios con miras a la misión para la cual se eligió a este pueblo de entre los pueblos. Que Egipto y Babilonia hayan visto, como los poetas hebreos, el soplo de Dios en el viento y en la respiración de los seres vivos (Ibid, pág. 249), esto no sorprende si admitimos que en las capas más antiguas de las creencias religiosas de los pueblos la verdadera luz que ilumina a todo hombre ya estaba presente. Pero, aunque Dios habla a todos los hombres de sus perfecciones invisibles y les hace ver como al ojo en sus obras (Rom 1, 18-20), reserva al pueblo salido de Abraham la experiencia de sus intervenciones propiamente históricas cuyo conjunto y progreso constituyen la Revelación sobrenatural judío-cristiana.
Es cuando el soplo de Dios se convierte en el espíritu de Dios. Poco a poco se va mirando al viento como un fenómeno puramente natural, obra de Dios, es cierto, pero en el mismo plano que los otros elementos de la naturaleza. Comprendemos mejor que el alma, aunque principio divino en el hombre, le es personal. Y, paralelamente, se reserva el nombre de espíritu de Dios al poder sobrenatural que afianza a los elegidos de Dios con miras al cumplimiento de su misión liberadora o profética.
Liberadora: este es el caso de los Jueces, de los Reyes y, especialmente, del Mesías Rey. En los primeros, el Espíritu de Dios irrumpe en sus vidas de improviso, violentamente, para levantarlos hasta la audacia heroica: (Jue 6, 34; Gedeón; 14, 6, 19; 15, 14; Sansón; 1 Sam 11, 6: Saúl). En los segundos, permanece en ellos, invistiéndolos y consagrándolos. En cuanto al Mesías, su obra será una obra de justicia y de paz (Is 32, 17): Isaías anuncia que “El espíritu de Dios reposará sobre él: espíritu de sabiduría y de inteligencia, espíritu de consejo y de fortaleza, espíritu de conocimiento y de temor de YHVH” (Is 11,2).
Profética: Para desvelar el propósito de Dios y promover la realización de su plan, apara afrontar el doble peligro que amenazaba impedir el progreso de la religión en Israel –actuación en sinagoga y el dejarse bloquear en un ritualismo formalista (cfr. Cap. 14)- Isaías fue tomado por “la mano de Dios” (Is 8, 11) lo que equivale a ser poseído por su Espíritu (comparar 1 Re 18, 12 a 1 Re 18, 46; cfr. Ez 3, 14; 8, 3; la imposición de manos tiene la misma significación que el don del espíritu: comunicación al hombre de una fuerza divina); Jeremías, balbuceando como un niño, fue tocado en la boca “por la mano extendida de Dios” (Jer 1, 6-9). Ezequiel atribuye al espíritu de Dios la fuerza que lo levanta y lo transporta de un lugar a otro “en las visiones divinas” (Ez 3, 12; 14; 8,3). En cuanto al Mesías, que será el Profeta por excelencia –hablando en nombre de Dios porque es Dios mismo- “he aquí a mi siervo – dice Dios- a quien sostengo yo, mi elegido, en quien se complace mi alma. He puesto mi espíritu sobre él, y él dará ley a las naciones” (Is 42, 1).
Durante la larga historia del pueblo de Israel, que es el tiempo de la gestación de Cristo, el Espíritu Santo era ya el espíritu santificante, trabajando, por lo tanto, para la santificación de los hombres. Sin embargo, no había sido revelado como Persona. Seis meses solo antes de la muerte y la resurrección de Jesús, San Juan pudo decir que aún “no había sido derramado” (Jn 7, 39). Fue necesario el derramamiento sobreabundante de Pentecostés para que el espíritu Santo fuera llamado por s verdadero nombre y que los hijos de Dios se sepan normalmente sumergidos en Él. El Espíritu Santo será dado, en realidad, por Cristo entrado con su cuerpo en la gloria del padre. “El venero de agua viva no sale más que del costado abierto”. (J. Guillet, Temas bíblicos pág. 279).
En el antiguo Testamento, el soplo de Dios es, ante todo, el viento. Es la “ruach”, poder misterioso, material como los otros elementos de la naturaleza, pero producido directamente por Dios, procedente de Él y llevando sus órdenes de uno a otro extremo del mundo con suma docilidad. Fuerte, ligero, inaferrable, el viento viene del cielo, llega a las regiones inaccesibles donde Dios dicta sus leyes y lo lleva en sus alas, suscitando por todas partes el ser y la vida. Aún más, la “ruah” es el soplo que sale de la boca de Dios YHVH, su aliento, su respiración. Incluso el ritmo que reglamenta el flujo y el reflujo de la vida en el mundo.
Como viento que pasa, la “ruach” es el símbolo del misterio y del poder. Como respiración divina es el elemento vital que anima la carne y a la sangre. “Si el volviera a sí su soplo y retrajera a sí su aliento, en un instante moriría toda carne y el hombre se tornaría polvo” (Job 34, 14).
“Así el concepto hebreo del ser viviente corresponde a su idea del mundo exterior. En la naturaleza, a los elementos propiamente terrestres, la tierra y el agua, masas pesadas e inertes, nacidas del caos por una intervención triunfante de Dios, se opone el viento y sus rasgos casi divinos, la sutileza, la rapidez, el poder y la docilidad. En el mismo viviente, a la flaqueza y pasividad de la carne, destinadas a la corrupción del cadáver, se opone una fuerza aún más misteriosa aún que el viento, pero de naturaleza análoga: un soplo impalpable, aparentemente frágil y vacilante, el único capaz, sin embargo, de levantar el cuerpo y penetrarlo de energías de vida. Como el viento, pero con otra convicción y términos más decisivos, el hebreo llama a este soplo un soplo de Dios, la ruach de YHVH” (J. Guillet, ibid. Pág. 241).
A través de estas imágenes, a través de esta oposición entre la carne inerte y el soplo venido de arriba que la transforma en ser vivo, hay una afirmación implícita de Dios como espíritu radicalmente diferente de la criatura, como Viviente vivificante. Pero tales representaciones –al mismo tiempo primitivas y profundamente expresivas de la presencia de Dios en el mundo- no pasan aún el terreno de la creación natural, de la historia de la materia y de la vida. Además la historia de Israel es una historia santa, compuesta, sobretodo, de las intervenciones de Dios con miras a la misión para la cual se eligió a este pueblo de entre los pueblos. Que Egipto y Babilonia hayan visto, como los poetas hebreos, el soplo de Dios en el viento y en la respiración de los seres vivos (Ibid, pág. 249), esto no sorprende si admitimos que en las capas más antiguas de las creencias religiosas de los pueblos la verdadera luz que ilumina a todo hombre ya estaba presente. Pero, aunque Dios habla a todos los hombres de sus perfecciones invisibles y les hace ver como al ojo en sus obras (Rom 1, 18-20), reserva al pueblo salido de Abraham la experiencia de sus intervenciones propiamente históricas cuyo conjunto y progreso constituyen la Revelación sobrenatural judío-cristiana.
Es cuando el soplo de Dios se convierte en el espíritu de Dios. Poco a poco se va mirando al viento como un fenómeno puramente natural, obra de Dios, es cierto, pero en el mismo plano que los otros elementos de la naturaleza. Comprendemos mejor que el alma, aunque principio divino en el hombre, le es personal. Y, paralelamente, se reserva el nombre de espíritu de Dios al poder sobrenatural que afianza a los elegidos de Dios con miras al cumplimiento de su misión liberadora o profética.
Liberadora: este es el caso de los Jueces, de los Reyes y, especialmente, del Mesías Rey. En los primeros, el Espíritu de Dios irrumpe en sus vidas de improviso, violentamente, para levantarlos hasta la audacia heroica: (Jue 6, 34; Gedeón; 14, 6, 19; 15, 14; Sansón; 1 Sam 11, 6: Saúl). En los segundos, permanece en ellos, invistiéndolos y consagrándolos. En cuanto al Mesías, su obra será una obra de justicia y de paz (Is 32, 17): Isaías anuncia que “El espíritu de Dios reposará sobre él: espíritu de sabiduría y de inteligencia, espíritu de consejo y de fortaleza, espíritu de conocimiento y de temor de YHVH” (Is 11,2).
Profética: Para desvelar el propósito de Dios y promover la realización de su plan, apara afrontar el doble peligro que amenazaba impedir el progreso de la religión en Israel –actuación en sinagoga y el dejarse bloquear en un ritualismo formalista (cfr. Cap. 14)- Isaías fue tomado por “la mano de Dios” (Is 8, 11) lo que equivale a ser poseído por su Espíritu (comparar 1 Re 18, 12 a 1 Re 18, 46; cfr. Ez 3, 14; 8, 3; la imposición de manos tiene la misma significación que el don del espíritu: comunicación al hombre de una fuerza divina); Jeremías, balbuceando como un niño, fue tocado en la boca “por la mano extendida de Dios” (Jer 1, 6-9). Ezequiel atribuye al espíritu de Dios la fuerza que lo levanta y lo transporta de un lugar a otro “en las visiones divinas” (Ez 3, 12; 14; 8,3). En cuanto al Mesías, que será el Profeta por excelencia –hablando en nombre de Dios porque es Dios mismo- “he aquí a mi siervo – dice Dios- a quien sostengo yo, mi elegido, en quien se complace mi alma. He puesto mi espíritu sobre él, y él dará ley a las naciones” (Is 42, 1).
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