domingo

El permanente regocijo del salmista

Es cierto que es un síntoma de la naturaleza humana contemporánea un discutible afán místico que subyace de un modo u otro en las diversas manifestaciones que conforman este signo de los tiempos. Es real esa cierta nostalgia sutil por el reencuentro divino que adivinamos en la soledad que grita su estado desde las redes sociales o que se abandona a la multitud del desenfreno o del vértigo habitual para no oir su propi
a voz recóndita.
Sin embargo, la más grande tentación en este recorrido sinuoso de una fe que no se reconoce como tal es la subjetividad. Porque, si bien el solipsismo -esa suerte de egoísmo sacralizado por la desmedida competencia a la que obliga “este reino” ha sido, sin lugar a dudas, el endémico derrotero de la supervivencia humana-, es en este siglo, con su desmedido culto al ego, donde todo ha devenido finalmente en utilitario. Aún el propio Dios. Muchas de las apariencias religiosas contemporáneas son objetivamente formas de utilizar a Dios en lugar de adorarle en verdad. De este sino no escapa ni la “new age” con todo su relativismo inane, ni las teologías de la prosperidad protestante donde el relativo “poder” se antepone al Absoluto “Dios”. En buena cuenta estas maneras de adorar a Dios son meras perversiones. Son la idolatría que engendra un espíritu pobre, sincero seguramente, pero excesivamente complaciente con su culto de la personalidad.
Muchas de las oraciones modernas por esto carecen de la ciencia que solo es atributo de una auténtica comunión con el Paráclito. Una genuina plegaria ha de manifestar no solo la verdad del hombre, sino esencialmente la verdad de Dios y, más aún, la verdad de las relaciones de Dios y el hombre. Entonces allí la fe es esclarecimiento correcto de esa verdad triple y única que fue encarnada en Cristo. La verdadera oración pues viene inspirada, por el hecho mismo de que es la Fe un carácter del Santo Espíritu.
Así pues, son los Salmos, obra de este Paráclito, el más perfecto instrumento de oración de la Iglesia. Aun los santos y eminentes Doctores se han inspirado continuamente en sus revelaciones para expresar ellos mismos ese noble plectro que es de Dios, va hacia Dios y está en Dios. La oración se torna pues éxtasis místico perfecto de reunión del Todo en el Todo.
“Jubilate Deo, universa terra, psalmun dicite nomine ejus” dice el salmo 65. Y bien, son precisamente los salmos, aquí y ahora, la oración más actual, más universal y más íntima. Actual porque si bien las palabras son las mismas que aquellas que en los tiempos en los que fueron escritas, su sentido se ha enriquecido y hecho fecundo con el tiempo. La esperanza de la llegada del Mesías es para nosotros la llegada de la Consumación de su Reino aquí “sicut en caelo et in terra” y las exclamaciones de ayer no tardan mucho para hacerse vigentes en nuestras voces. Es allí donde radica la universalidad de sus preces. Sometidos permanecemos a las mismas angustias del salmista: la pobreza, el exilio, la persecución, la enfermedad, el temor, la angustia, el pecado. Y ya en naturaleza real o simbólica reencontramos en sus versículos aquel lenguaje inspirado que comunica en Dios y hacia Dios nuestros propios desasosiegos: “Eructavit cor meum verbum bonum, dico ego opera mea Regi; lingua mea calamus scribae velociter scribentis” (Salmo 44). Y ya en sentido simbólico es donde hayamos el sentido interior de sus mensajes. ¿Acaso no es la figura del exilio el alejamiento de la “casa, no hecha por mano de hombre, eterna en los cielos” (2 Cor 4, 1), ¿No es la lepra el simbolismo de nuestra vida sometida por los afectos, miedos y miserias psíquicas de todo tipo que nos someten al pecado? ¿No es la figura del largo peregrinaje ese mismo sendero estrecho al que Cristo nos invita a seguir, esto es, nuestro propio empeño hacia la santificación?
Y finalmente, ya en los mismos Salmos es donde encontramos los resplandores de la mística del corazón: “Domine labia mea aperies et os meum adnuntiabit laudem tuam, quoniam si voluisses sacrificium dedissem utique holocaustis non delectaberis sacrificium Deo spiritus contribulatus cor contritum et humiliatum Deus non spernet” (Sal 50, 18-19).
Por todo esto, son los salmos el permanente y más genuino regocijo de un alma devota que anhela su reencuentro con lo divinal.

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