Una de las políticas económicas privilegiadas por el Fondo Monetario Internacional y por el Banco Mundial —instituciones ambas que deciden la realidad económica de América Latina, sino es que la del mundo entero— es la política fiscal como medio para fortalecer las finanzas públicas en función de proporcionarle a la inversión de capital las condiciones de estabilidad para la obtención de mejores beneficios. Ahora bien, la recaudación fiscal tiene dos posibilidades: el impuesto directo —Impuesto Sobre la Renta o ISR— que incide sobre las ganancias de todos los factores de la producción o el impuesto indirecto —Impuesto al Valor Agregado o IVA— que afecta el consumo de bienes y servicios de la sociedad. 
Se ha insistido, de un tiempo para acá, en la conveniencia de que el grueso de la recaudación fiscal venga por el IVA, ya que al gravar las rentas con el ISR se desalienta la inversión de capital o, como se afirma, se reduce la creación de empleos. Es posible que esto resulte correcto en sociedades donde la distribución del ingreso o de la riqueza generada sea equitativa o relativamente igualitaria, lo que permite un nivel de consumo más o menos parejo. Pero en las economías de América Latina, donde el índice de la desigualdad cobra proporciones monstruosas e inmorales, gravar el consumo vendría a resultar un alarde más de la injusticia crónica a la que están sometidos estos países de economía dependiente.
Es posible que una revisión de la cuestión impositiva en tiempos de Jesús de Nazaret arroje algunos elementos críticos sobre la cuestión.
Y aunque no son —ya se sabe— los Evangelios un catálogo de sentencias y aforismos dichos por Jesús de Nazaret para extraer el que convenga para apoyar tal o cual tema sino la memoria de la Iglesia, conservada por ella misma, del Crucificado Resucitado como referencia para si misma y como propuesta de valores para el mundo, conservan, curiosamente, recuerdos así nítidos de la relación de Jesús de Nazaret con la estructura económica de su tiempo, de la que la cuestión impositiva viene a ser, particularmente, ilustrativa. Esta relación va a ser además, en su momento, un elemento decisivo en el juicio al que fue sometido y en su condena a la muerte de cruz.
El primer recuerdo se refiere al llamado tributo del Templo que conserva el Evangelio según San Mateo (17,24-27): “Cuando entraron en Cafarnaún, se acercaron a Pedro los que cobraban las didracmas y le dijeron: «¿No paga vuestro Maestro las didracmas?» Dice él: «Sí.» Y cuando llegó a casa, se anticipó Jesús a decirle: «¿Qué te parece, Simón?; los reyes de la tierra, ¿de quién cobran tasas o tributo, de sus hijos o de los extraños?» Al contestar él: «De los extraños», Jesús le dijo: «Por tanto, libres están los hijos. Sin embargo, para que no les sirvamos de escándalo, vete al mar, echa el anzuelo, y el primer pez que salga, cógelo, ábrele la boca y encontrarás un estáter. Tómalo y dáselo por mí y por ti.»”
El tributo al Templo tiene su origen en un texto tardío del libro del Éxodo (30,11-16) que cuantifica la aportación en moneda griega: medio siclo o estáter, que equivale a un didracma que a su vez se divide en dos dracmas que vienen a ser igual que los denarios romanos que, en tiempo de Jesús, corresponden a la paga por un día de trabajo. Así pues, estos dos días de haber, con los que debía contribuir cada varón judío, estaban destinados a los gastos de mantenimiento y culto del Templo de Jerusalén.
Ahora bien, ¿cómo funcionan las economías del Templo y a qué están destinados los impuestos en cuestión?
En tiempos de Jesús de Nazaret el Templo de Jerusalén tiene dos rasgos económicos que resultan interesantes: desde su reconstrucción a partir del año 20 a.C. por Herodes el Grande, la fábrica del Templo venía a ser fuente de trabajo para alrededor de 18,000 operarios entre carpinteros, canteros, plateros, fundidores, orfebres, y más. Y es que la política gubernamental de hacer obra pública para mantener tranquilos a algunos sectores sociales y para acrecentar el prestigio personal fue, desde luego, utilizada a conciencia por Herodes —y, posteriormente, por quienes lo sucedieron—, a tal punto que, al terminarse las obras planeadas hacia el año 66, se decidió continuar con más construcciones para evitar el paro masivo de trabajadores en Jerusalén (cf. J. Jeremias, Jerusalén en tiempos de Jesús, Madrid, 1977).
Por otro lado, desde el 520 a.C. el llamado Segundo Templo comenzó a degenerar en una institución económica sumamente poderosa merced a la exigencia de los sacerdotes en cuanto a emolumentos y rescates, y al fomento de donaciones (cf. E. Shurer-G. Vermes, Historia del pueblo judío en tiempos de Jesús, Madrid 1985). Esta acumulación de bienes en contante y en objetos dio lugar a que en 2 Mac 3,6 se afirmase que “...el tesoro de Jerusalén estaba repleto de riquezas incontables, hasta el punto de ser incalculable la cantidad de dinero, sin equivalencia con los gastos de los sacrificios...”.
La solidez económica del Templo, además de proporcionar a los sacerdotes un status y un poder económico más que respetable, le permitió convertirse en, quizás, la más prestigiosa institución financiera de la región, según se deduce del llamado “Rollo de Cobre” encontrado en 1952 en Qumrán. A este respecto dice H. Stegeman en Los esenios, Qumrán, Juan Bautista y Jesús (Madrid 1996): “El ‘Rollo de Cobre’ registra los 64 escondites —situados sobre todo en Jerusalén, en el desierto de Judá y en Jordania oriental— en los que, durante los enfrentamientos políticos de los años 66 a 70 d.C., pudieron ponerse a salvo de judíos insurrectos y de romanos hostiles determinados tesoros del templo de Jerusalén. A causa de múltiples privilegios, el templo de Jerusalén se consideraba hasta entonces el banco más seguro de todo el Oriente Próximo y gozaba, en cuestiones de capital, de una consideración parecida a la que hoy tiene Suiza en todo el mundo o Luxemburgo en el ámbito regional. También muchos extranjeros, hombres de negocios y políticos mantenían allí depósitos, lo que, debido a las tarifas establecidas para ello, suponía un negocio lucrativo para el banco del templo. Además de muchos objetos de valor, que se describen en el ‘Rollo del Templo’ se depositaron en los escondites más de 100 toneladas de oro y plata en forma de monedas y lingotes, un depósito sin duda impresionante del banco del templo en aquella época, como también del tesoro del templo propiamente dicho.”
A mayor abundancia, la cantidad de oro del templo de Jerusalén era tal que, según Flavio Josefo (La guerra de los judíos, México, 1994) después de su destrucción en el año 70, “...los soldados habían reunido tanto botín que el peso de oro se vendió en [la provincia de] Siria en la mitad de su valor anterior”.
Visto lo anterior, se comprende la crítica de Jesús de Nazaret al impuesto del Templo, que lo hace sentir como un extraño en lo que Él considera la Casa de su padre, según se infiere del diálogo con Pedro en el texto de Mateo arriba transcrito, amén de la salida plena de humor del mismo Jesús para resolver el asunto: el estáter en la boca del pez no deja de ser un recuerdo formidable de la ironía finísima de Jesús.
Y es que, a todas luces, el impuesto del templo tuvo que haberle resultado a Jesús sumamente chocante por injusto: pagar el tributo —que no deja de ser una porción del trabajo humano expresado en dinero— en nombre de Dios a una institución que ha perdido su esencia religiosa para convertirse en objeto de uso de gobiernos tan cuestionados como lo fueron el de Herodes y el romano, amén de degenerar en una institución fundamentalmente económica para beneficio, además, de una minoría, es, desde luego, una cuestión inmoral, más aún si por aumentar su riqueza se deja de hacer un bien al hombre: “«... ¿por qué transgredís el mandamiento de Dios por vuestra tradición? Porque Dios dijo: Honra a tu padre y a tu madre, y: El que maldiga a su padre o a su madre, sea castigado con la muerte. Pero vosotros decís: El que diga a su padre o a su madre: ‘Lo que de mí podrías recibir como ayuda es ofrenda [para el Templo]’,ése no tendrá que honrar a su padre y a su madre...»” (Mt 15,3-6; cf. Mc 7,9-13).
Considero que en este contexto de crítica a el tributos y las ofrendas para el Templo hay que leer el gesto profético de la purificación del templo de Jerusalén (Mc 11,15-19; cf. Jn 2,13-17), y los comentarios de Jesús —Mc 13,1-2— respecto a la suntuosidad del edificio: “Al salir del Templo, le dice uno de sus discípulos: “«Maestro, mira qué piedras y qué construcciones.» Jesús le dijo: «¿Ves estas grandiosas construcciones? No quedará piedra sobre piedra que no sea derruida.»”
Un segundo recuerdo de la relación de Jesús de Nazaret con los tributos y la economía de su tiempo —y la incidencia de este asunto en su Pasión—se conserva en la discusión en torno del tributo al César: “Y envían hacia él algunos fariseos y herodianos, para cazarle en alguna palabra. Vienen y le dicen: «Maestro, sabemos que eres veraz y que no te importa por nadie, porque no miras la condición de las personas, sino que enseñas con franqueza el camino de Dios: ¿Es lícito pagar tributo al César o no? ¿Pagamos o dejamos de pagar?» Mas él, dándose cuenta de su hipocresía, les dijo: «¿Por qué me tentáis? Traedme un denario, que lo vea.» Se lo trajeron y les dice: «¿De quién es esta imagen y la inscripción?» Ellos le dijeron: «Del César.» Jesús les dijo: «Lo del César, devolvédselo al César, y lo de Dios, a Dios.» Y se maravillaban de él.” (Mc 12,13-17).
Judea, como las demás provincias ocupadas por el Imperio Romano, esta sometida al pago de impuestos brutales: según Flavio Josefo la carga impositiva de Judea llegó a ascender a 600 talentos, esto es, 3,600,000 denarios, tomando en cuenta que un denario es el jornal que recibe un trabajador medio de la época. De ser así, no resulta exagerado el cálculo de que los impuestos para Roma afectan el 50% del total de ingresos anuales de una familia (cf. J. Jeremias, Jerusalén en tiempos de Jesús, Madrid 1977). Así, nada de extraño tiene que la revuelta encabezada por Judas el Galileo en el año 6 d.C., haya sido provocada por un censo organizado en función de la recaudación hacendaria, o que el mismo Flavio Josefo (La guerra de los judíos, México 1994) consigne que la revuelta del año 70 d.C. de los judíos contra Roma tuviese como causa principal la negativa de pagar los impuestos.
Los impuestos romanos son de dos tipos: los indirectos, que gravan todas las transacciones comerciales a más de los productos que entran y salen tanto de la Provincia como de las ciudades. El cobro está arrendado en una tasa alzada a los recaudadores —publicanos— que controlan el movimiento comercial desde aduanas situadas ad hoc; de esta manera, el estado se ahorra el manejo y el pago de una burocracia hacendaria, además de asegurarse altos beneficios ya que el recaudador es el primero en estar interesado en evitar la evasión de los tributos correspondientes.
Los mismos recaudadores están encargados del cobro de las dos clases de los impuestos directos: el impuesto por patrimonio, de carácter territorial, según las propiedades de cada familia; y el impuesto personal, que afecta a cada individuo prescindiendo de la cuantía de sus bienes. Es en referencia a este último sobre el que es interrogado Jesús: aparte de la respuesta dada —que hay que leer como el rechazo de Jesús de Nazaret a la dominación romana— es sumamente indicativo que Él pida que la moneda en cuestión le sea mostrada ya que de allí se infiere que Jesús no lleva denarios romanos consigo —como tampoco didracmas en el caso del impuesto del Templo— de donde puede suponerse su desacuerdo al régimen impositivo romano (cf. J. González Echegaray, Arqueología y evangelios, Estella 1994).
A mayor abundancia, la consecuencia inmediata de la visita de Jesús a Zaqueo, jefe de publicanos, es la decisión de este último de devolver por partida cuádruple el monto de sus fraudes hacendarios, a más de renunciar al 50% de sus bienes: la declaración de Jesús sobre la salvación de Zaqueo es una censura implícita a la recaudación impositiva que lo había hecho rico (Lc 19,1-10). Añádase que el llamamiento de Leví supone una ruptura radical con su trabajo de recaudador (Mc 2,13-16), cosa que no puede afirmarse de los pescadores convertidos en discípulos.
Y es que Jesús de Nazaret, judío como es, mal podía estar de acuerdo con quienes expolian a los suyos, sabiendo además que los impuestos tienen como fin primero el mantener la corte y el ejército del César Tiberio, y luego a los habitantes de Roma —exentos de todo tributo como ciudadanos romanos que son— que si no son nobles terratenientes, pertenecen a alguna casta militar o a la burocracia o, de plano, son parásitos sociales que disfrutan de un nivel de vida escandaloso por el lujo y la afición al consumo de artículos suntuarios de importación. De este modo, Jesús tuvo que haber considerado inmoral por injusta la tributación a Roma.
Ahora bien, la actitud crítica de Jesús de Nazaret con relación a las instituciones del Templo y del Estado romano, expresadas en su desprecio por los impuestos respectivos, se revierte en contra suya en su pasión, específicamente en los juicios a los que fue sometido. En efecto, en el proceso seguido en su contra por el Sanedrín, Jesús es acusado de amenazar con destruir el Templo (Mc 14,55-64; cf. Jn 2,19), acusación que, si falsa, remite sin duda a la actitud nada ortodoxa de Jesús de Nazaret respecto del Templo de Jerusalén: “«Créeme, mujer, que llega la hora en que, ni en este monte, ni en Jerusalén adoraréis al Padre [...] Dios es espíritu, y los que adoran, deben adorar en espíritu y verdad.»” (Jn 4,21-24).
Posteriormente, cuando las autoridades religiosas judías entregan a Jesús a Pilato, la causa religiosa de la condena del Sanedrín toma un claro tinte económico político: “«Hemos encontrado a éste alborotando a nuestro pueblo, prohibiendo pagar tributos al César y diciendo que él es Cristo rey.»” (Lc 23,2), acusación excesiva pero que no deja de ser un eco de la postura de Jesús de Nazaret con relación al imperio romano y que, finalmente, normó la decisión de Pilato para condenar a Jesús.
Así pues, la percepción que de Jesús de Nazaret tienen tanto de las autoridades religiosas judías como de las autoridades de ocupación romanas fue, sin duda, magnificada por sus propios miedos y prejuicios pero no incorrecta: el proyecto evangélico de Jesús —el Reino de Dios— es radicalmente incompatible tanto con un Estado absoluto como con una institución religiosa que suplante y utilice el nombre de Dios, peor si ambas pretenden apropiarse del trabajo del hombre —sagrado en cuanto reflejo del trabajo de Dios— mediante exacciones tributarias.
De esta manera, y sin pretender afirmar que Jesús de Nazaret fue condenado por evasor de impuestos, ya religiosos ya civiles, me atrevo a sugerir que su actitud crítica respecto de la cuestión hacendaria injusta e inmoral así del Templo como del Estado Romano tuvo que haber sido un factor nada despreciable en los procesos que lo llevaron a la cruz.
Crítica, insisto, derivada no tanto de la realidad del impuesto en sí cuanto de la calidad moral de las instancias que los recaudan y de los fines a los que están destinados.
Y es que en tiempos de Jesús, como viene sucediendo en todo tiempo desde que las sociedades están organizadas como tales, el tributo, al menos en su origen, es una expresión de solidaridad en tanto que es una forma estructurada para compartir los frutos del trabajo en función de una justicia subsidiaria, siempre y cuando la instancia social —el Estado o cualquier otra institución ya civil, ya religiosa— encargada de recaudarlo lo redistribuya de una manera justa: ¡es impensable que, precisamente, Jesús de Nazaret se negara a la solidaridad —económica o de cualquier otra índole— cuando hizo de ésta uno de las temas de su predicación y de su praxis, como valor necesario que es de su proyecto vital, por Él mismo llamado Reino de Dios!

Se ha insistido, de un tiempo para acá, en la conveniencia de que el grueso de la recaudación fiscal venga por el IVA, ya que al gravar las rentas con el ISR se desalienta la inversión de capital o, como se afirma, se reduce la creación de empleos. Es posible que esto resulte correcto en sociedades donde la distribución del ingreso o de la riqueza generada sea equitativa o relativamente igualitaria, lo que permite un nivel de consumo más o menos parejo. Pero en las economías de América Latina, donde el índice de la desigualdad cobra proporciones monstruosas e inmorales, gravar el consumo vendría a resultar un alarde más de la injusticia crónica a la que están sometidos estos países de economía dependiente.
Es posible que una revisión de la cuestión impositiva en tiempos de Jesús de Nazaret arroje algunos elementos críticos sobre la cuestión.
Y aunque no son —ya se sabe— los Evangelios un catálogo de sentencias y aforismos dichos por Jesús de Nazaret para extraer el que convenga para apoyar tal o cual tema sino la memoria de la Iglesia, conservada por ella misma, del Crucificado Resucitado como referencia para si misma y como propuesta de valores para el mundo, conservan, curiosamente, recuerdos así nítidos de la relación de Jesús de Nazaret con la estructura económica de su tiempo, de la que la cuestión impositiva viene a ser, particularmente, ilustrativa. Esta relación va a ser además, en su momento, un elemento decisivo en el juicio al que fue sometido y en su condena a la muerte de cruz.
El primer recuerdo se refiere al llamado tributo del Templo que conserva el Evangelio según San Mateo (17,24-27): “Cuando entraron en Cafarnaún, se acercaron a Pedro los que cobraban las didracmas y le dijeron: «¿No paga vuestro Maestro las didracmas?» Dice él: «Sí.» Y cuando llegó a casa, se anticipó Jesús a decirle: «¿Qué te parece, Simón?; los reyes de la tierra, ¿de quién cobran tasas o tributo, de sus hijos o de los extraños?» Al contestar él: «De los extraños», Jesús le dijo: «Por tanto, libres están los hijos. Sin embargo, para que no les sirvamos de escándalo, vete al mar, echa el anzuelo, y el primer pez que salga, cógelo, ábrele la boca y encontrarás un estáter. Tómalo y dáselo por mí y por ti.»”
El tributo al Templo tiene su origen en un texto tardío del libro del Éxodo (30,11-16) que cuantifica la aportación en moneda griega: medio siclo o estáter, que equivale a un didracma que a su vez se divide en dos dracmas que vienen a ser igual que los denarios romanos que, en tiempo de Jesús, corresponden a la paga por un día de trabajo. Así pues, estos dos días de haber, con los que debía contribuir cada varón judío, estaban destinados a los gastos de mantenimiento y culto del Templo de Jerusalén.
Ahora bien, ¿cómo funcionan las economías del Templo y a qué están destinados los impuestos en cuestión?
En tiempos de Jesús de Nazaret el Templo de Jerusalén tiene dos rasgos económicos que resultan interesantes: desde su reconstrucción a partir del año 20 a.C. por Herodes el Grande, la fábrica del Templo venía a ser fuente de trabajo para alrededor de 18,000 operarios entre carpinteros, canteros, plateros, fundidores, orfebres, y más. Y es que la política gubernamental de hacer obra pública para mantener tranquilos a algunos sectores sociales y para acrecentar el prestigio personal fue, desde luego, utilizada a conciencia por Herodes —y, posteriormente, por quienes lo sucedieron—, a tal punto que, al terminarse las obras planeadas hacia el año 66, se decidió continuar con más construcciones para evitar el paro masivo de trabajadores en Jerusalén (cf. J. Jeremias, Jerusalén en tiempos de Jesús, Madrid, 1977).
Por otro lado, desde el 520 a.C. el llamado Segundo Templo comenzó a degenerar en una institución económica sumamente poderosa merced a la exigencia de los sacerdotes en cuanto a emolumentos y rescates, y al fomento de donaciones (cf. E. Shurer-G. Vermes, Historia del pueblo judío en tiempos de Jesús, Madrid 1985). Esta acumulación de bienes en contante y en objetos dio lugar a que en 2 Mac 3,6 se afirmase que “...el tesoro de Jerusalén estaba repleto de riquezas incontables, hasta el punto de ser incalculable la cantidad de dinero, sin equivalencia con los gastos de los sacrificios...”.
La solidez económica del Templo, además de proporcionar a los sacerdotes un status y un poder económico más que respetable, le permitió convertirse en, quizás, la más prestigiosa institución financiera de la región, según se deduce del llamado “Rollo de Cobre” encontrado en 1952 en Qumrán. A este respecto dice H. Stegeman en Los esenios, Qumrán, Juan Bautista y Jesús (Madrid 1996): “El ‘Rollo de Cobre’ registra los 64 escondites —situados sobre todo en Jerusalén, en el desierto de Judá y en Jordania oriental— en los que, durante los enfrentamientos políticos de los años 66 a 70 d.C., pudieron ponerse a salvo de judíos insurrectos y de romanos hostiles determinados tesoros del templo de Jerusalén. A causa de múltiples privilegios, el templo de Jerusalén se consideraba hasta entonces el banco más seguro de todo el Oriente Próximo y gozaba, en cuestiones de capital, de una consideración parecida a la que hoy tiene Suiza en todo el mundo o Luxemburgo en el ámbito regional. También muchos extranjeros, hombres de negocios y políticos mantenían allí depósitos, lo que, debido a las tarifas establecidas para ello, suponía un negocio lucrativo para el banco del templo. Además de muchos objetos de valor, que se describen en el ‘Rollo del Templo’ se depositaron en los escondites más de 100 toneladas de oro y plata en forma de monedas y lingotes, un depósito sin duda impresionante del banco del templo en aquella época, como también del tesoro del templo propiamente dicho.”
A mayor abundancia, la cantidad de oro del templo de Jerusalén era tal que, según Flavio Josefo (La guerra de los judíos, México, 1994) después de su destrucción en el año 70, “...los soldados habían reunido tanto botín que el peso de oro se vendió en [la provincia de] Siria en la mitad de su valor anterior”.
Visto lo anterior, se comprende la crítica de Jesús de Nazaret al impuesto del Templo, que lo hace sentir como un extraño en lo que Él considera la Casa de su padre, según se infiere del diálogo con Pedro en el texto de Mateo arriba transcrito, amén de la salida plena de humor del mismo Jesús para resolver el asunto: el estáter en la boca del pez no deja de ser un recuerdo formidable de la ironía finísima de Jesús.
Y es que, a todas luces, el impuesto del templo tuvo que haberle resultado a Jesús sumamente chocante por injusto: pagar el tributo —que no deja de ser una porción del trabajo humano expresado en dinero— en nombre de Dios a una institución que ha perdido su esencia religiosa para convertirse en objeto de uso de gobiernos tan cuestionados como lo fueron el de Herodes y el romano, amén de degenerar en una institución fundamentalmente económica para beneficio, además, de una minoría, es, desde luego, una cuestión inmoral, más aún si por aumentar su riqueza se deja de hacer un bien al hombre: “«... ¿por qué transgredís el mandamiento de Dios por vuestra tradición? Porque Dios dijo: Honra a tu padre y a tu madre, y: El que maldiga a su padre o a su madre, sea castigado con la muerte. Pero vosotros decís: El que diga a su padre o a su madre: ‘Lo que de mí podrías recibir como ayuda es ofrenda [para el Templo]’,ése no tendrá que honrar a su padre y a su madre...»” (Mt 15,3-6; cf. Mc 7,9-13).
Considero que en este contexto de crítica a el tributos y las ofrendas para el Templo hay que leer el gesto profético de la purificación del templo de Jerusalén (Mc 11,15-19; cf. Jn 2,13-17), y los comentarios de Jesús —Mc 13,1-2— respecto a la suntuosidad del edificio: “Al salir del Templo, le dice uno de sus discípulos: “«Maestro, mira qué piedras y qué construcciones.» Jesús le dijo: «¿Ves estas grandiosas construcciones? No quedará piedra sobre piedra que no sea derruida.»”
Un segundo recuerdo de la relación de Jesús de Nazaret con los tributos y la economía de su tiempo —y la incidencia de este asunto en su Pasión—se conserva en la discusión en torno del tributo al César: “Y envían hacia él algunos fariseos y herodianos, para cazarle en alguna palabra. Vienen y le dicen: «Maestro, sabemos que eres veraz y que no te importa por nadie, porque no miras la condición de las personas, sino que enseñas con franqueza el camino de Dios: ¿Es lícito pagar tributo al César o no? ¿Pagamos o dejamos de pagar?» Mas él, dándose cuenta de su hipocresía, les dijo: «¿Por qué me tentáis? Traedme un denario, que lo vea.» Se lo trajeron y les dice: «¿De quién es esta imagen y la inscripción?» Ellos le dijeron: «Del César.» Jesús les dijo: «Lo del César, devolvédselo al César, y lo de Dios, a Dios.» Y se maravillaban de él.” (Mc 12,13-17).
Judea, como las demás provincias ocupadas por el Imperio Romano, esta sometida al pago de impuestos brutales: según Flavio Josefo la carga impositiva de Judea llegó a ascender a 600 talentos, esto es, 3,600,000 denarios, tomando en cuenta que un denario es el jornal que recibe un trabajador medio de la época. De ser así, no resulta exagerado el cálculo de que los impuestos para Roma afectan el 50% del total de ingresos anuales de una familia (cf. J. Jeremias, Jerusalén en tiempos de Jesús, Madrid 1977). Así, nada de extraño tiene que la revuelta encabezada por Judas el Galileo en el año 6 d.C., haya sido provocada por un censo organizado en función de la recaudación hacendaria, o que el mismo Flavio Josefo (La guerra de los judíos, México 1994) consigne que la revuelta del año 70 d.C. de los judíos contra Roma tuviese como causa principal la negativa de pagar los impuestos.
Los impuestos romanos son de dos tipos: los indirectos, que gravan todas las transacciones comerciales a más de los productos que entran y salen tanto de la Provincia como de las ciudades. El cobro está arrendado en una tasa alzada a los recaudadores —publicanos— que controlan el movimiento comercial desde aduanas situadas ad hoc; de esta manera, el estado se ahorra el manejo y el pago de una burocracia hacendaria, además de asegurarse altos beneficios ya que el recaudador es el primero en estar interesado en evitar la evasión de los tributos correspondientes.
Los mismos recaudadores están encargados del cobro de las dos clases de los impuestos directos: el impuesto por patrimonio, de carácter territorial, según las propiedades de cada familia; y el impuesto personal, que afecta a cada individuo prescindiendo de la cuantía de sus bienes. Es en referencia a este último sobre el que es interrogado Jesús: aparte de la respuesta dada —que hay que leer como el rechazo de Jesús de Nazaret a la dominación romana— es sumamente indicativo que Él pida que la moneda en cuestión le sea mostrada ya que de allí se infiere que Jesús no lleva denarios romanos consigo —como tampoco didracmas en el caso del impuesto del Templo— de donde puede suponerse su desacuerdo al régimen impositivo romano (cf. J. González Echegaray, Arqueología y evangelios, Estella 1994).
A mayor abundancia, la consecuencia inmediata de la visita de Jesús a Zaqueo, jefe de publicanos, es la decisión de este último de devolver por partida cuádruple el monto de sus fraudes hacendarios, a más de renunciar al 50% de sus bienes: la declaración de Jesús sobre la salvación de Zaqueo es una censura implícita a la recaudación impositiva que lo había hecho rico (Lc 19,1-10). Añádase que el llamamiento de Leví supone una ruptura radical con su trabajo de recaudador (Mc 2,13-16), cosa que no puede afirmarse de los pescadores convertidos en discípulos.
Y es que Jesús de Nazaret, judío como es, mal podía estar de acuerdo con quienes expolian a los suyos, sabiendo además que los impuestos tienen como fin primero el mantener la corte y el ejército del César Tiberio, y luego a los habitantes de Roma —exentos de todo tributo como ciudadanos romanos que son— que si no son nobles terratenientes, pertenecen a alguna casta militar o a la burocracia o, de plano, son parásitos sociales que disfrutan de un nivel de vida escandaloso por el lujo y la afición al consumo de artículos suntuarios de importación. De este modo, Jesús tuvo que haber considerado inmoral por injusta la tributación a Roma.
Ahora bien, la actitud crítica de Jesús de Nazaret con relación a las instituciones del Templo y del Estado romano, expresadas en su desprecio por los impuestos respectivos, se revierte en contra suya en su pasión, específicamente en los juicios a los que fue sometido. En efecto, en el proceso seguido en su contra por el Sanedrín, Jesús es acusado de amenazar con destruir el Templo (Mc 14,55-64; cf. Jn 2,19), acusación que, si falsa, remite sin duda a la actitud nada ortodoxa de Jesús de Nazaret respecto del Templo de Jerusalén: “«Créeme, mujer, que llega la hora en que, ni en este monte, ni en Jerusalén adoraréis al Padre [...] Dios es espíritu, y los que adoran, deben adorar en espíritu y verdad.»” (Jn 4,21-24).
Posteriormente, cuando las autoridades religiosas judías entregan a Jesús a Pilato, la causa religiosa de la condena del Sanedrín toma un claro tinte económico político: “«Hemos encontrado a éste alborotando a nuestro pueblo, prohibiendo pagar tributos al César y diciendo que él es Cristo rey.»” (Lc 23,2), acusación excesiva pero que no deja de ser un eco de la postura de Jesús de Nazaret con relación al imperio romano y que, finalmente, normó la decisión de Pilato para condenar a Jesús.
Así pues, la percepción que de Jesús de Nazaret tienen tanto de las autoridades religiosas judías como de las autoridades de ocupación romanas fue, sin duda, magnificada por sus propios miedos y prejuicios pero no incorrecta: el proyecto evangélico de Jesús —el Reino de Dios— es radicalmente incompatible tanto con un Estado absoluto como con una institución religiosa que suplante y utilice el nombre de Dios, peor si ambas pretenden apropiarse del trabajo del hombre —sagrado en cuanto reflejo del trabajo de Dios— mediante exacciones tributarias.
De esta manera, y sin pretender afirmar que Jesús de Nazaret fue condenado por evasor de impuestos, ya religiosos ya civiles, me atrevo a sugerir que su actitud crítica respecto de la cuestión hacendaria injusta e inmoral así del Templo como del Estado Romano tuvo que haber sido un factor nada despreciable en los procesos que lo llevaron a la cruz.
Crítica, insisto, derivada no tanto de la realidad del impuesto en sí cuanto de la calidad moral de las instancias que los recaudan y de los fines a los que están destinados.
Y es que en tiempos de Jesús, como viene sucediendo en todo tiempo desde que las sociedades están organizadas como tales, el tributo, al menos en su origen, es una expresión de solidaridad en tanto que es una forma estructurada para compartir los frutos del trabajo en función de una justicia subsidiaria, siempre y cuando la instancia social —el Estado o cualquier otra institución ya civil, ya religiosa— encargada de recaudarlo lo redistribuya de una manera justa: ¡es impensable que, precisamente, Jesús de Nazaret se negara a la solidaridad —económica o de cualquier otra índole— cuando hizo de ésta uno de las temas de su predicación y de su praxis, como valor necesario que es de su proyecto vital, por Él mismo llamado Reino de Dios!
Vía: Jesús de Nazareth
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