miércoles

La Pascua ha llegado

Misterioso encadenamiento de vida, muerte y resurrección

1. Con la muerte se trunca la vidaLa vida de Cristo cautivaba a la gente de buena voluntad: a los pobres, a los enfermos, a los pecadores que se reconocían tales y que en el arrepentimiento tenían asegurado el perdón.

Pero esa vida tan cercana al desvalido, tan prometedora de justicia y paz, y de igualdad en la condición de todos como hijos, fue truncada por la muerte de Cristo en la cruz de malhechor.

¿Cómo negarlo, si es verdad mil veces aplicada en la historia?

Si la cabeza de un cuerpo muere, el cuerpo todo se desmorona.

Si el profeta y líder de un movimiento, que se muestra reformador y mediador de salud y gracia, sucumbe ante los enemigos, todo su discipulado se eclipsa.

Si los enemigos conseguían que Cristo fuera elevado a la cruz, todo estaría perdido para sus allegados en la fe y confianza.

Y así fue. Testigos de esa crisis fueron muchos. Unos porque vieron el cuerpo de Jesús roto, clavado, sepultado y, sin más, le dieron su adiós. Otros porque, tras esa muerte sorprendente y decepcionante sintieron perdida su identidad como discípulos.

Hablando un lenguaje humano, muy humano, la muerte de Jesús fue un fracaso tal que todo desconcierto en el discipulado parece comprensible.

¿Valía la pena decirse discípulo y haberse dejado llevar por un Profeta que, al final, era preso y claudicaba ante la muerte, como un marginado más?

2. Del eclipse psicológico al misterio de una ofrenda en libertad
Por fortuna, el natural eclipse psicológico y de fe en los discípulos de Jesús fue de corto alcance.


Muy pronto, con la acción del Espíritu realizando su trabajo, la muerte de Jesús fue entendida como victoria, y al que murió en la cruz, Jesús, se le reconoció como fuente o manantial de vida.

Así obró, tras la Resurrección y Pentecostés, la comunidad cristiana, restablecida por las apariciones del Señor e iluminada por el Espíritu. La experiencia continuada de que Jesús, muerto, era el gran VIVIENTE y vivificador, cambió el curso de las cosas.

¿Cuáles fueron las raíces profundas de ese cambio de muerte a vida, de tinieblas a luz, de pérdida de identidad a configuración renovada del discipulado?

Esto acontecía porque en la muerte de Jesús habían concurrido misteriosamente tres conciencias y tres libertades. Las tres confluían, con ignorancia de una de ellas, en el cumplimiento del insondable designio de la salvación del hombre, por Dios, redimiéndolo del pecado en la cruz y colmándolo de gracia.

Esas conciencias eran la del pueblo que condenaba a Cristo a morir en la cruz, la de Jesús que se entregaba a la muerte por propia voluntad, y la del Padre que, en el Hijo oferente, se donaba en cierta forma a sí mismo.
En primer término, y de forma visible y audible, estaba el griterío, la libertad, la conciencia y el poder de los jefes y del pueblo que condenaba inicuamente a un judío inocente: a Jesús, hombre justo, profeta, que había hecho inmenso bien a los hombres enfermos y débiles, pero que, según la Ley y sus pontífices, había cometido el error de revelarnos un mensaje nuevo y divino: que Dios era su Padre, y que este Padre le había enviado, como a su Hijo, para salvarnos.

Esta libertad, conciencia y poder condenaron a muerte a Jesús llamado Cristo: entregado a la muerte, como castigado por sus delitos personales. ¡Crimen horrible¡
Estaba también, la libertad, conciencia y poder del propio Jesús que aceptaba la muerte como prueba de la verdad del mensaje salvador que predicó en su vida, arriesgándolo todo por fidelidad al Padre y a los hombres.

Jesús fue adquiriendo y tenía conciencia de quién era, qué buscaba y qué requería de él el Padre. Por eso, voluntariamente, acatando los hechos adversos como camino, se entregó a la muerte, no rehuyendo a los verdugos.
“Nadie me quita la vida –decía- ; la doy libremente” en amor, servicio, sacrificio de expiación (Jn 10,18)

Y estaba, finalmente, la libertad, conciencia y poder del Padre que, de forma misteriosa, inasequible a la mente humana, en un acto de supremo amor al hombre se donaba y entregaba a sí mismo en la persona del Hijo, para salvarnos, para hacernos hijos en el Hijo, para que –resucitados- viviéramos con él y en él.

3. La nube del misterio que todo lo envuelve
Esa riqueza de contenido en la muerte, y esa convergencia de libertades actuantes, era imposible que la captaran de momento los discípulos de Jesús, a pesar de las catequesis que el Maestro les había dado, dedicándoles sin duda muchos días de retiro y magisterio.

Y era más imposible, si cabe, que la sospecharan siquiera los maestros de la ley y del templo que no soportaban la predicación de Jesús, ni los gestos de su intimidad con Dios Padre, ni la proclama del advenimiento del Reino. Por eso acabaron con él en la muerte, bajo apariencia de condenar a un rebelde que turbaba la paz social.

En cambio, desde la autoconciencia de Jesús, Hijo del hombre e Hijo de Dios, todo era distinto. Él percibía de otra forma: los acontecimientos sociopolíticos-religiosos que le llevaban a la muerte, el sentido de fidelidad a la voluntad del Padre, que le impulsaba a dar la vida para salvar a los hombres, y la perspectiva de implantar el Reino, Pueblo de la Nueva Alianza, con la fuerza de la resurrección.

Para Jesús el trance cruel de la muerte, vivido desde su peculiar autoconciencia, propia del Hijo del hombre e Hijo de Dios, era un bochornoso final de camino, pero que daba acceso a otro posterior momento-eterno, de reposo-victoria, en el que la muerte sería superada por la Resurrección.

De ese modo, la resurrección de Cristo, como obra exclusiva del poder de Dios en la cual era derrotada la muerte, se convertía en inauguración de vida nueva, en innovación de toda la historia de la humanidad, en última palabra y gesto definitivo.

Con la muerte y resurrección se alcanzaban dos cosas: todo estaba cumplido, como el mismo Jesús decía desde la cruz, y además, Jesús era proclamado solemnemente Mesías-Salvador, Señor de cielo y tierra, Hijo de Dios por antonomasia.
¡Maravillosa doctrina teológica!

¡Sublime autoconciencia de Jesús, Salvador!

¡Campo misterioso de verdad y vida que se sustrae totalmente al ámbito de mera razón humana! En él hay que entrar primero por el corazón, suplicando, orando, y acogiendo el don divino de la fe.


En la mirada física al Gólgota, Jesús moría de muerte afrentosa.

En la mirada de fe, que se proyectaba más allá del Gólgota y del sepulcro vacío, aparecía Jesús Nazareno: Mesías anunciado y definitivo, Siervo de Dios salvador, Fuente de vida.

En la mirada física, todo anunciaba desolación. En la mirada de fe todo era gracia, don, acogimiento, confianza, adherirse al Señor con el corazón en la mano.

Esta verdad y esta actitud de absoluta confianza y fe en Jesús, como Señor resucitado y Salvador, es la que animó a la primera comunidad cristiana y la llevó a adherirse incondicionalmente a su persona y a proclamar su fe inquebrantable: Cristo ha resucitado, él es nuestra vida y salvación.

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