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Cómo moran en nosotros las Divinas Personas




Dios, dice Santo Tomás, está naturalmente en las criaturas de tres maneras : por potencia, porque todas las criaturas están sujetas a su imperio; por presencia, porque todo lo ve, hasta los más secretos pensamientos de nuestra alma " omnia nuda et aperta sunt oculis ejus "; y por esencia, porque en todas partes está en acto, y en todas partes es la plenitud del ser y la causa primera de cuanto hay de real en las criaturas, comunicándoles sin cesar, no solamente el movimiento y la vida, sino el ser mismo : " in ipso enim vivimus, movemur et sumus " (Act., XVII, 28).
Mas la presencia de Dios en nosotros por la gracia es de un orden más excelso e íntimo. No es solamente la presencia del Criador y del Conservador que mantiene en el ser las cosas que ha criado, sino la presencia de la Santísima y Adorable Trinidad, tal como la fe nos la revela : viene el Padre a nosotros, y en nosotros sigue engendrando a su Verbo; juntamente con él recibimos al Hijo, enteramente igual al Padre, imagen suya viva y sustancial, que eterna e infinitamente ama a su Padre, como de su Padre es amado; de este mutuo amor brota el Espíritu Santo, persona igual al Padre y al Hijo, lazo mutuo que une a los dos, y, sin embargo, distinto del uno y del otro. ¡ Cuántas maravillas se repiten en el alma en estado de gracia!
Lo que caracteriza esta presencia, de que hablamos, es que Dios, no solamente está en nosotros, sino que se da a nosotros para que podamos gozarle. Según la manera de hablar de la Sagrada Escritura, podemos decir que, por la gracia, Dios se da a nosotros como padre, como amigo, como colaborador, como santificador, y es en verdad el principio mismo de nuestra vida interior, la causa eficiente y ejemplar de ella.
A) En el orden de la naturaleza, Dios está en nosotros como Criador y soberano Señor, y nosotros no somos sino sus siervos, propiedad y cosa suya. Mas en el orden de la gracia, se da a nosotros como Padre nuestro, y nosotros somos hijos adoptivos suyos; privilegio maravilloso, que es el fundamento de nuestra vida sobrenatural. Esto es lo que de continuo nos dicen S. Pablo y S. Juan : " Non enim accepistis spiritum servitutis iterum in timore, sed accepistis spiritum adoptionis filiorum, in quo clamamus Abba (Pater). Ipse enim spiritus testimonium reddit spiritui nostro quod sumus filii Dei" (Rom., VIII, 15-16). Dios, pues, nos adopta por hijos suyos, y de un modo más perfecto que como hacen los hombres la adopción legal. Porque, si bien éstos transmiten a sus hijos adoptivos su nombre y sus bienes, mas no su sangre y su vida. " La adopción legal, dice con razón el cardenal Mercier, es una ficción. El hijo adoptivo es considerado por sus padres adoptantes como si fuera hijo, y de ellos recibe la herencia a que hubiera tenido derecho el hijo fruto de su unión matrimonial; admite la sociedad esta ficción, y sanciona sus efectos; pero el objeto de la ficción no sufre cambio alguno real”... No es una ficción la gracia de la adopción divina... es una realidad. Otorga Dios la filiación divina a los que creen en el Verbo, dice S. Juan : " Dedit eis potestatem filios Dei fieri, his qui credunt in nomine ejus " (Juan I, 12). Esta filiación no es nominal, sino real y efectiva : " Ut filii Dei nominemur et simus ". Entramos en posesión de la naturaleza divina, " divinae consortes naturae ".
Cierto que esta vida divina en nosotros no es más que una participación, " consortes ", una semejanza, una asimilación, que no nos hace dioses, sino deiformes. Mas no es menos cierto no ser una ficción, sino una realidad, una vida nueva, no igual, pero sí semejante a la de Dios, y que, según los testimonios de los Libros Santos, supone una nueva generación o regeneración: " Nisi quis renatus fuerit ex aqua et Spiritu Sancto... per lavacrum regenerationis et renovationis Spiritus Sancti... regeneravit nos in spem vivam... voluntarie enim genuit nos verbo veritatis " (Joan., III, 5; Tit, III, 5; I Petr., I, 3; Jac, I, 18). Todas estas maneras de decir nos muestran bien claro no ser nuestra adopción puramente nominal, sino real y verdadera, aunque muy distinta de la filiación del Verbo Encarnado. Por esta razón somos herederos, con pleno derecho, del reino de los cielos, y coherederos del que es nuestro hermano mayor : " hceredes quidem Dei, cohceredes autem Christi... ut sit ipse primogenitus in multis fratribus " (Rom., VIII, 17; VIII, 29). Bien podemos repetir el dicho tan conmovedor de S. Juan : " Videte qualem caritatem dedit nobis Pater, ut filii Dei nominemur et simus " (1 Joan., III, 1).
Dios, pues, tendrá para con nosotros la abnegación y la ternura de un padre. Él mismo se compara a una madre que no puede olvidarse jamás de su hijo : " Numquid oblivisci potest mulier infantem suum, ut non misereatur filii uteri sui? Et si illa oblita fuerit, egotamen non obliviscar tui " (Isa., XLIX, 15). Bien a las claras ha demostrado ser así, cuando, para salvar a los hijos suyos que se perdieron, no vaciló en entregar y sacrificar a su Único Hijo : " Sic Deus dilexit mundum ut Filium suum unigenitum daret, ut omnis qui credit in eum non pereat, sed habeat vitam aeternam " (Joan., III, 16).
Este mismo amor le mueve a dársenos por entero, desde luego y de un modo habitual, a nosotros, sus hijos adoptivos, morando dentro de nuestros corazones : " Si quis diligit me, sermonem meum servabit, et Pater meus diliget eum, et ad eum veniemus, et mansionem apud eum faciemus " (Joan., XIV, 23). Mora, pues, en nosotros, como Padre amantísimo y abnegado.
B) Dásenos también a título de amigo. A las relaciones de padre e hijo añade la amistad una cierta razón de igualdad, " amicitia aequales accipit aut facit", cierta intimidad y reciprocidad que lleva en sí dulcísima comunicación. Pues relaciones de esta clase establece la gracia entre Dios y nosotros: claro está que sería necio el plantear siquiera la cuestión de si hay igualdad verdadera entre Dios y el hombre; mas hay entre los dos cierta semejanza, que basta para fundamento de una verdadera intimidad. Realmente Dios nos da a conocer sus secretos; háblanos, no solamente por boca de su Iglesia, sino también interiormente por el Espíritu Santo : " Ille vos docebit omnia et suggeret vobis omnia quacumque dixero vobis " (Joan., XIV, 26). Además, en la última Cena, declara Jesús a sus Apóstoles, que ya no serán siervos suyos, sino sus amigos, porque ya no tendrá secretos para ellos : " Jam non dicam vos servos, quia servus nescit quid faciat dominus ejus; vos autem dixi amicos, quia omnia qucecumque audivi a Patre meo nota feci vobis " ( Joan., XV, 15). Suavísima familiaridad ungirá el trato entre los dos, familiaridad de amigos que se juntan a cenar: He aquí que estoy a la puerta y llamo; si alguno escuchare mi voz y me abriere la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo : " Ecce sto ad ostium et pulso; si quis audierit vocem meam et aperuerit mihi januam, intrabo ad illum, et caenabo cum illo, et ipse mecum" (Apoc, III, 20). ¡Admirable intimidad a la que jamás nos hubiéramos atrevido, de no habernos ganado por la mano el Divino Amigo y cogido la delantera! Y sin embargo tal intimidad se ha realizado y se realiza cada día, no solo en los santos, sino aún en las almas interiores que ceden a tanta instancia y abren la puerta del alma al Huésped divino. Testimonio de ello nos da el autor de la Imitación al describir la visita frecuente del Espíritu Santo a las almas interiores, las dulces pláticas que con ellas trae, los consuelos y caricias que les prodiga, la paz que en ellas pone, la estupenda familiaridad con que las trata : " Frequens illi visitatio cum homine interno, dulcís sermocinatio, grata consolatio, multa pax, familiaritas stupenda nimis " (Imit., 1. II, c. 1, v. 1). Por lo demás, la vida de los místicos contemporáneos, de Santa Teresita del Niño Jesús, de San Martín de Porres, de Santa Gemma Galgani y de tantos otros son prueba de que, lo que dice la Imitación, se verifica todos los días. Es, pues, mucha verdad que Dios vive en nosotros como un amigo íntimo.
C) No permanece allá ocioso, sino que se ha como el más activo de los colaboradores. Porque sabe muy bien que nosotros con nuestras propias fuerzas no podemos cuidar de la vida sobrenatural que en nosotros pone; remedia nuestra impotencia, trabajando con nosotros por medio de la gracia actual. ¿Hemos menester de luz para conocer las verdades de la fe que habrán de guiar nuestros pasos? El, que es Padre de las luces, iluminará nuestro entendimiento para que entendamos nuestro fin último y los medios de alcanzarle; pondrá en nuestras almas buenos pensamientos que nos moverán a las buenas obras. ¿ Hemos menester de fuerzas para querer de verdad enderezar nuestra vida hacia el fin nuestro y para desearle enérgica y constantemente? El nos prestará el concurso sobrenatural con el cual querremos y cumpliremos nuestros propósitos, " operatur in nobis et velle et perficere " (Philip., II, 13). Si hemos de pelear contra nuestras pasiones, o de sujetarlas; si vencer las tentaciones que a menudo nos asedian, él nos dará las fuerzas necesarias para resistir y sacar provecho con que nos confirmemos en la virtud : " Fidelis est Deus qui non patietur vos tentari supra id quod potestis, sed faciet etiam cum tentatione proventum” (I Cor., X, 13). Cuando, cansados de trabajar en el bien, caigamos en el desaliento y en la desconfianza, se llegará a nosotros para sostenernos y asegurar nuestra perseverancia: Quien ha comenzado en vosotros la buena obra de vuestra santificación, la llevará al cabo hasta el día de Jesucristo; " qui coepit in vobis opus bonum, ipse perficiet usque in diem Christi Jesu " (Philip., I, 6). En suma, jamás estaremos solos, aun cuando, faltos de todo consuelo, nos parezca haber sido abandonados: la gracia de Dios estará siempre con nosotros con tal que queramos trabajar con ella: " Gratia ejus in me vacua non fuit, sed abundantius illis ómnibus laboravi : non ego autem, sed gratia Dei mecum..." (I Cor., XV, 10).
Apoyándonos en tan poderoso colaborador, seremos invencibles, porque podremos todo en aquel que nos conforta : " Omnia possum in eo qui me confortat" (Philip., IV, 13).
D) Además de colaborador, es santificador: al venir a morar en nuestra alma, la transforma en un templo santo enriquecido con todas las virtudes: " Templum Dei sanctum est : quod estis vos " (I Cor., III, 17).
El Dios que viene a nosotros por la gracia, no es ciertamente el Dios de la naturaleza, sino el Dios vivo, la Santísima Trinidad, fuente infinita de vida divina, y que no busca otra cosa sino hacernos partícipes de su santidad; sabido es que muchas veces este morar en las almas se atribuye al Espíritu Santo, por apropiación, por ser una obra de amor; pero, como también es una obra ad extra, es común a las tres divinas personas. Por esta razón S. Pablo nos llama indistintamente templos de Dios y templos del Espíritu Santo : " Nescitis guia templum Dei estis et Spiritus Sanctus habitat in vobis ? " (I Cor.,, III, 16).
a)Es, pues, nuestra alma el templo de Dios vivo, un alcázar sagrado, reservado para Dios, un trono de misericordia donde se complace en derramar sus favores celestiales, y que adorna con todas las virtudes. Pronto diremos cuál sea el organismo sobrenatural con que nos enriquece. Mas es evidente que la presencia en nosotros del Dios tres veces santo, cual acabamos de declararla, no puede ser sino santificadora, y que la Santísima Trinidad, viviendo y obrando en nosotros, es ciertamente el principio de nuestra santificación, la fuente de nuestra vida interior. Es, además, la causa ejemplar, porque, preparación de ésta.
b) De esta gracia brotan las virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo, que perfeccionan nuestras facultades, y nos dan el poder inmediato de hacer obras deiformes, sobrenaturales y meritorias.
c) Para poner en ejercicio estas facultades, nos concede gracias actuales que iluminan nuestro entendimiento, dan fuerzas a nuestra voluntad, y nos sirven para obrar sobrenaturalmente, y así acrecer el caudal de gracia habitual que nos fue concedido.
Esta vida de la gracia, aunque muy distinta de la vida natural, no está simplemente sobrepuesta a ésta, sino que la penetra toda entera, la transforma y la diviniza. Asimila a sí cuanto de bueno hay en nuestra naturaleza, nuestra educación, nuestros hábitos adquiridos; perfecciona y sobre-naturaliza todos estos elementos, y los endereza hacia el fin último, que es la posesión de Dios por la visión beatífica y el amor que de ésta brota.
A esta vida sobrenatural toca gobernar la vida natural, en virtud de que los seres inferiores están subordinados a los superiores. No puede perdurar ni desarrollarse, si no domeña y vigila con su influjo los actos del entendimiento, de la voluntad y de las demás facultades; así que, lejos de destruir la naturaleza, o mermar algo de ella, la realza y la perfecciona.

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