Por: Dietrich Von Hildebrand
La esfera afectiva, y el corazón como su centro, han estado más o menos bajo una nube a lo largo de la historia de la filosofía. Han jugado un papel importante en la poesía, en la literatura, en las oraciones privadas de grandes almas y, sobre todo, en el Antiguo Testamento, en el Evangelio y en la liturgia, pero no en el ámbito de la filosofía propiamente dicha. Ésta lo ha tratado como a un hijastro. Esta condición de hijastro se refiere no sólo al hecho de que no se ha concedido ningún espacio a la exploración del corazón, sino que se aplica también a la interpretación que se ha dado al corazón cada vez que se ha tratado de él.
La esfera afectiva, y con ella el corazón, ha sido excluida del ámbito espiritual. Es verdad que encontramos en el Fedro de Platón las palabras: «La locura del amor es la más grande de las bendiciones del cielo». Pero cuando realiza una clasificación sistemática de las capacidades del hombre (como en La República), Platón no concede al corazón un rango comparable al del entendimiento.
Sobre todo, es el papel que se asigna a la esfera afectiva y al corazón en la filosofía de Aristóteles lo que pone de manifiesto los prejuicios sobre el corazón. Hay que decir, de todos modos, que Aristóteles no se aferra de modo permanente a esta posición negativa sobre la afectividad. Así, por ejemplo, encontramos en la Ética a Nicómaco que «el hombre bueno no sólo quiere el bien, sino que también se alegra al hacer el bien». Pero, a pesar de que se conceda semejante papel a la alegría (que es obviamente una experiencia afectiva); a pesar, por tanto, de que la realidad forzó a Aristóteles a una contradicción entre sus planteamientos generales y el análisis de los problemas concretos, la tesis abstracta y sistemática que tradicionalmente ha sido considerada como la postura aristotélica sobre la esfera afectiva da testimonio inequívoco del menosprecio del corazón. Según Aristóteles, el entendimiento y la voluntad pertenecen a la parte racional del hombre, mientras que la esfera afectiva, y con ella el corazón, pertenecen a la parte irracional del hombre, esto es, al área de la experiencia que el hombre comparte supuestamente con los animales.
Este lugar inferior reservado a la afectividad en la filosofía de Aristóteles es particularmente sorprendente ya que él mismo declara que la felicidad es el bien supremo que da razón de todos los demás bienes. Ahora bien, la felicidad tiene su lugar en la esfera afectiva, sea cual sea su fuente y su naturaleza específica, puesto que el único modo de experimentar la felicidad es sentirla. Esto es verdad incluso en el caso de que Aristóteles tuviese razón al sostener que la felicidad consiste en la actualización de lo que considera la actividad más excelente del hombre: el conocimiento. El conocimiento sólo podría ser la fuente de la felicidad, pero la felicidad misma, por su propia naturaleza, tiene que darse en una experiencia afectiva. Una felicidad solamente «pensada» o «querida» no es felicidad; se convierte en una palabra sin significado si la separamos del sentimiento, la única forma de experiencia en la que puede ser vivida de modo consciente.
A pesar de esta contradicción evidente, el lugar secundario asignado a la esfera afectiva y al corazón ha permanecido, paradójicamente, como una parte más o menos aceptada de nuestra herencia filosófica. Toda la esfera afectiva fue asumida, en su mayor parte, bajo el capítulo de las pasiones, y siempre que se considera la afectividad en este capítulo específico, se insiste en su carácter irracional y no espiritual.
Una de las grandes fuentes de error en la filosofía es la simplificación excesiva o la incapacidad de distinguir cosas que se deben distinguir a pesar de que se asemejen de modo aparente o real. Este error resulta especialmente desastroso cuando la falta de distinción conduce a identificar algo más elevado con algo mucho más inferior. Una de las principales razones para degradar la esfera afectiva, para negar el carácter espiritual a los actos afectivos y para rehusar al corazón un estatuto análogo al del entendimiento o la voluntad, es identificar de modo reductivo la afectividad con las experiencias afectivas de tipo inferior, Toda el área de la afectividad, e incluso el corazón, se ha visto a la luz de las sensaciones corporales (traduzco la palabra inglesa feeling aplicada al cuerpo, por ejemplo bodily feelings, por sensaciones, ya que en castellano resulta extraño hablar de sentimientos corporales. En inglés, por el contrario, la palabra feeling se puede aplicar tanto al cuerpo como al alma o la psique), los estados emocionales, o las pasiones en el estricto sentido de la palabra. Y así, lo que se niega correctamente a estos tipos de «sentimientos», se niega injusta y erróneamente a experiencias afectivas como la alegre respuesta a un valor, el amor profundo o el entusiasmo noble.
Esta falsa interpretación se debe, en parte, al hecho de que la esfera afectiva comprende experiencias de nivel muy diferente, que van desde las sensaciones corporales a las más altas experiencias de amor.
En el ámbito del entendimiento encontramos ciertamente tipos de experiencias muy diferentes así como grandes diferencias en el nivel de experiencia. En efecto, hay un abismo entre un mero proceso de asociación y la profundización en una verdad necesaria y altamente inteligible, y el mariposeo de nuestra imaginación difiere de un silogismo filosófico no sólo en valor intelectual sino también en cuanto a su estructura.
De igual modo, el ámbito de la afectividad, al abrazar toda clase de «sentimientos» (el término «sentimiento» es todo menos unívoco), tiene una amplitud mucho mayor e incluye experiencias que difieren aún más unas de otras.
La esfera afectiva, y el corazón como su centro, han estado más o menos bajo una nube a lo largo de la historia de la filosofía. Han jugado un papel importante en la poesía, en la literatura, en las oraciones privadas de grandes almas y, sobre todo, en el Antiguo Testamento, en el Evangelio y en la liturgia, pero no en el ámbito de la filosofía propiamente dicha. Ésta lo ha tratado como a un hijastro. Esta condición de hijastro se refiere no sólo al hecho de que no se ha concedido ningún espacio a la exploración del corazón, sino que se aplica también a la interpretación que se ha dado al corazón cada vez que se ha tratado de él.
La esfera afectiva, y con ella el corazón, ha sido excluida del ámbito espiritual. Es verdad que encontramos en el Fedro de Platón las palabras: «La locura del amor es la más grande de las bendiciones del cielo». Pero cuando realiza una clasificación sistemática de las capacidades del hombre (como en La República), Platón no concede al corazón un rango comparable al del entendimiento.
Sobre todo, es el papel que se asigna a la esfera afectiva y al corazón en la filosofía de Aristóteles lo que pone de manifiesto los prejuicios sobre el corazón. Hay que decir, de todos modos, que Aristóteles no se aferra de modo permanente a esta posición negativa sobre la afectividad. Así, por ejemplo, encontramos en la Ética a Nicómaco que «el hombre bueno no sólo quiere el bien, sino que también se alegra al hacer el bien». Pero, a pesar de que se conceda semejante papel a la alegría (que es obviamente una experiencia afectiva); a pesar, por tanto, de que la realidad forzó a Aristóteles a una contradicción entre sus planteamientos generales y el análisis de los problemas concretos, la tesis abstracta y sistemática que tradicionalmente ha sido considerada como la postura aristotélica sobre la esfera afectiva da testimonio inequívoco del menosprecio del corazón. Según Aristóteles, el entendimiento y la voluntad pertenecen a la parte racional del hombre, mientras que la esfera afectiva, y con ella el corazón, pertenecen a la parte irracional del hombre, esto es, al área de la experiencia que el hombre comparte supuestamente con los animales.
Este lugar inferior reservado a la afectividad en la filosofía de Aristóteles es particularmente sorprendente ya que él mismo declara que la felicidad es el bien supremo que da razón de todos los demás bienes. Ahora bien, la felicidad tiene su lugar en la esfera afectiva, sea cual sea su fuente y su naturaleza específica, puesto que el único modo de experimentar la felicidad es sentirla. Esto es verdad incluso en el caso de que Aristóteles tuviese razón al sostener que la felicidad consiste en la actualización de lo que considera la actividad más excelente del hombre: el conocimiento. El conocimiento sólo podría ser la fuente de la felicidad, pero la felicidad misma, por su propia naturaleza, tiene que darse en una experiencia afectiva. Una felicidad solamente «pensada» o «querida» no es felicidad; se convierte en una palabra sin significado si la separamos del sentimiento, la única forma de experiencia en la que puede ser vivida de modo consciente.
A pesar de esta contradicción evidente, el lugar secundario asignado a la esfera afectiva y al corazón ha permanecido, paradójicamente, como una parte más o menos aceptada de nuestra herencia filosófica. Toda la esfera afectiva fue asumida, en su mayor parte, bajo el capítulo de las pasiones, y siempre que se considera la afectividad en este capítulo específico, se insiste en su carácter irracional y no espiritual.
Una de las grandes fuentes de error en la filosofía es la simplificación excesiva o la incapacidad de distinguir cosas que se deben distinguir a pesar de que se asemejen de modo aparente o real. Este error resulta especialmente desastroso cuando la falta de distinción conduce a identificar algo más elevado con algo mucho más inferior. Una de las principales razones para degradar la esfera afectiva, para negar el carácter espiritual a los actos afectivos y para rehusar al corazón un estatuto análogo al del entendimiento o la voluntad, es identificar de modo reductivo la afectividad con las experiencias afectivas de tipo inferior, Toda el área de la afectividad, e incluso el corazón, se ha visto a la luz de las sensaciones corporales (traduzco la palabra inglesa feeling aplicada al cuerpo, por ejemplo bodily feelings, por sensaciones, ya que en castellano resulta extraño hablar de sentimientos corporales. En inglés, por el contrario, la palabra feeling se puede aplicar tanto al cuerpo como al alma o la psique), los estados emocionales, o las pasiones en el estricto sentido de la palabra. Y así, lo que se niega correctamente a estos tipos de «sentimientos», se niega injusta y erróneamente a experiencias afectivas como la alegre respuesta a un valor, el amor profundo o el entusiasmo noble.
Esta falsa interpretación se debe, en parte, al hecho de que la esfera afectiva comprende experiencias de nivel muy diferente, que van desde las sensaciones corporales a las más altas experiencias de amor.
En el ámbito del entendimiento encontramos ciertamente tipos de experiencias muy diferentes así como grandes diferencias en el nivel de experiencia. En efecto, hay un abismo entre un mero proceso de asociación y la profundización en una verdad necesaria y altamente inteligible, y el mariposeo de nuestra imaginación difiere de un silogismo filosófico no sólo en valor intelectual sino también en cuanto a su estructura.
De igual modo, el ámbito de la afectividad, al abrazar toda clase de «sentimientos» (el término «sentimiento» es todo menos unívoco), tiene una amplitud mucho mayor e incluye experiencias que difieren aún más unas de otras.
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