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El sendero de los abandonos

Posiblemente sea una sentencia que en el camino de las conversiones y el de todos los tránsitos que conducen el Alma hacia esa Felicidad Suprema, necesite, además de su ya mentada “noche de la Mónada”, de una que otra conveniente humillación; ya sea esta ignominia voluntaria, o simplemente obsequiada por las circunstancias que esa trocha propone, de modo casi inevitable.
Porque el universo se comporta así con las almas que, de pronto, optan por revolucionarse; contradiciendo todas las normas y las expectativas naturales de la especie que, como se sabe, tiende a la involución.
Y el cosmos procede de esta forma no solo con quienes optan por el sendero estrecho que han seguido los pocos sabios que en el mundo han sido, sino también por los que caen seducidos por embelecos de ideales más bien hoscos como los de la fortuna material, o los de ese espejismo que es la consagración estrictamente intelectual.
Porque (solo) quién se humille será ensalzado.

Y la humillación es el sentimiento más nomotético que puede existir en esas rutas ascendentes; dado que la masa, que acostumbra hervir a ras del suelo, soporta bastante poco esas cosas; y siempre estarán allí, listos para agarrar a pedradas a los impertinentes escaladores (habráse visto), a desmoralizar con baba o tinta de alquiler, a tender trampas de cazabobos y, cuando la ocasión lo amerite, a conspirar franca y abiertamente.
Pero también hay otro tipo de humillación; la que acontece cuando que te das cuenta que ese trayecto es largo y que, para seguir, no puedes sino mirar más arriba de donde estás; y entonces, reconociendo tu pequeñez, pedir una ayudita, que se ofrece en forma de plegaria, angustia o incertidumbre; y que se contesta puntualmente con libros o preceptos; pero sobretodo con divinas revelaciones; las que en tales circunstancias, equivalen al agua del desierto.
Hasta que llega el día en que descubres (o redescubres) que el sentimiento de ser humillado era solo una fantasía de la mente, y que alguien la inoculó, posiblemente, una mañana en el patio de la escuela, o en una esquina olvidada de la casa paterna; pero que, como toda entelequia, puede ser sorteada tan fácilmente como se hace con los baches en las aceras.
Pero ocurre que cuando has llegado a ese punto estás tan solo (incluso con todo el mundo alrededor tuyo, como en esa canción de “The Verve”) que no sabes si te servirá de algo tal sosiego adquirido a punta de golpes.
Y es en ese momento de la travesía en el que hay que tener suficientes agallas para ocupar el trono que ya te mereces; mientras pasa el tiempo y edificas tu reino.
Porque cada palabra en tu diccionario ya encontró un nuevo concepto.
Y tú te sorprendes oteando las cosas desistidas por el camino recorrido.

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