sábado

La voluntad obstaculizada en el tránsito hacia la Unidad según San Agustín

El afán es lo decisivo. El hombre quiere inmortalidad. Debe querer ser inmortal. Esta voluntad surge de un afán infinito de vida. Como tal, no es una cosa arbitraria, una cosa que podamos querer y no querer: no es una cosa adventicia a la vida, como si ya viviéramos y por añadidura quisiéramos ser inmortales, mas bien esta voluntad se pone con la vida misma. Vivir significa querer vivir. La vida no puede querer suprimirse. Sufre de no ser vida suficiente. La vida huye de la nada, huye de la vida bastante. La vida huye de la nada, huye de la muerte. De ahí que el alma quiera inmortalidad. No puede ser separada de la vida. Es el principio de la vida. En consecuencia, tampoco es nada circunstancial, que descanse en sí, sino dinámica de la vida.
El punto de partida en san Agustín es la auto-certidumbre de la vida. Esta auto-certidumbre implica la afirmación de la vida, como aspiración viva, como vida que se quiere a sí misma. La vida quiere más vida; vida significa afán ilimitado de vivir. Esta vida no puede bastarnos. No podemos tener paz ni sosiego hasta que hayamos realizado completamente este afán de vivir. El hombre quiere ser feliz. Por ello consulta a su voluntad, consulta a su afán. Su anhelo de felicidad es infinito. Ninguna cosa insignificante, que encierre en sí temporalidad y mutabilidad, ninguna cosa que adolezca de negatividad, nada de lo que contenga en sí el factor muerte, puede satisfacerla. Quiere positividad pura de la vida; quiere ser inmortal.
De esta suerte se nos pone de manifiesto la importancia fundamental que para San Agustín tiene la vivencia de voluntad. Sabe lo que quieres, conoce tu afán: así podría resumirse más o menos este sentido. Di lo que quieres, lo que debes querer como individuo vivo en virtud de toda tu disposición. Tu voluntad es ilimitada. Todo tu afán tiende a ser inmortal. Esto es el autoconocimiento del sujeto que quiere, conocimiento que ha de conducir a la unificación de la voluntad, a la máxima energía de voluntad. El hombre busca tan pronto esto como aquello. La diseminación y la inquietud no le dejan llegar a Sí. Pero su fin es la máxima concentración de la vida, la voluntad sin obstáculos, la libertad.
Tal como en todo se expresa y como a su vez se presenta como expresión del dinamismo vital de San Agustín, la primacía de la voluntad no solo es característica de su postura religiosa, sino en general de su misma concepción antropológica. El hombre agustiniano es el aspirante, el que aspira a lo inalcanzable en este mundo, el hombre que quiere ir más allá de sí mismo, el hombre del fin trascendente de la voluntad.
Pero, en san Agustín, a esta vivencia del afán ilimitado se añade otra vivencia; la vivencia de la voluntad obstaculizada, de la resistencia en nosotros, de la debilidad humana, de la liviandad del ego. No podemos lo que queremos. No podemos querer lo que queremos. No somos dueños de nuestra voluntad. Nosotros mismos nos hacemos resistencia. Nos entregamos a lo que hay de perecedero en nosotros. Nuestro afán es infiel a la vida. Queremos ser felices. Y felicidad significa ser más, significa afán de exaltación. ¿Qué se opone, pues, a esta voluntad? ¿Dónde está la resistencia? ¿Por qué no podemos tener nuestra bienaventuranza? ¿De dónde viene el cansancio, el decaimiento, el dejarnos cautivar por lo perecedero, por las ilusiones de la vida terrena?
La vivencia religiosa de San Agustín es dialéctica por su esencia: los motivos antagónicos pugnan entre sí y al propio tiempo se condicionan recíprocamente. Ninguno de ellos puede ser sin el otro. Cada uno de ellos existe sólo en función del otro. Cada uno presupone su contrario. Así surge esta concepción de una dramática interna del hombre, que es fundamental de la concepción antropológica de San Agustín. La vida humana es dramática en sí; se presenta como una lucha; es en sí misma lucha. En ella no hay tregua. El hombre no puede detenerse en este juego de fuerzas contendientes. La esperanza, el afán, la renuncia, la desesperación, la expectativa, la impaciencia, la entrega, la confianza, luchan entre sí. Continuamente el hombre es atraído hacia algo y es expulsado de algo, el alma huye de sí y vuelve a encontrarse, se eleva y vuelve y vuelve a decaer, se tiene y se pierde, es cautivada y es redimida.
Pero ¿qué es lo que produce en nosotros toda esa inquietud? ¿Qué impide la última concentración de voluntad hacia un fin supremo? ¿Qué es lo que provoca la resistencia en nosotros y nos impide a llegar a la unidad con nosotros mismos? ¿De dónde procede esa discordia, esta hostilidad contra sí mismo? ¿Es una cosa exterior, la materia quizá, la naturaleza? Entonces la naturaleza sería mala. Esto no puede ser. Dios no ha creado nada malo. Pero ¿cómo podría explicarse propiamente la resistencia a la voluntad en nosotros a base de un ser, de un dato como tal? ¿acaso cómo cabría concebir el hecho de que seamos cuerpo y espíritu, de que encontremos simplemente en nuestra alma, tal como en un tiempo fue creada, las pasiones, una impotencia determinada por naturaleza, que de una vez para siempre hubiese sido dada con la vida humana? Para San Agustín no hay, en este sentido, nada que sea pura y simplemente dado y que, como tal, deba aceptarse. Característica de él es la aplicación sistemática del punto de vista valorativo a base de una postura fundamentalmente voluntarista. ¿Bueno o malo? ¿Lo que hay que querer o no hay que querer, lo que hay que amar o lo que no hay que amar? En este sentido, no puede haber una cosa meramente real. En el mundo agustiniano nada queda fuera de la esfera de la voluntad. Todo procede de una voluntad y todo se refiere, a su vez, a una actitud voluntarista. Así pues, lo que se opone a la voluntad, es a su vez, querido.
¿Por quién es querido? No por Dios, que no puede querer nada malo. ¿Acaso por un poder malo independiente? Tampoco puede ser esto. ¿Por quién, pues? Por nosotros mismos. El hombre es pecador. Se ha convertido a sí mismo, en mérito al ego, en pecador.
La certidumbre de la vida y la certidumbre de la voluntad se hallan muy estrechamente relacionadas en San Agustín. Liceat mihi scire me velle vivere: in quae si consentí genus humanum, tam nobis cognita est voluntas nostra, quam vita. (De Duab. Animab. X, 13). Nos sabemos como seres que queremos. Tenemos un conocimiento íntimo de nuestro querer. Como hemos visto, la auto-certidumbre del ser propio no tiene por objeto la comprobación de unas circunstancias de hecho méramente ontológicas, sino que significa certidumbre de vida, conciencia de personalidad. Sed sine ulla phantasiarun vel phantasmatum imaginatione ludificatoria, mihi ese me, idque nosse et amare certissimun est. (De Civ. XI, 26) Nosse y amare están estrechamente relacionados entre sí en este pasaje: autoconocimiento y auto-amor. Este auto-amor conduce luego mas allá hacia el amor a Dios. (Cfs. Ep. XIV ad Maced. 4, 15). Por otra parte, amor y voluntad forman, a su vez, una unidad inseparable. (Cfs. De Trin. XIV, 7, 10…et interiorem voluntatem que se diligit…et eam voluntatem, sine amorem, vel dilectionem…Cfs. También De Civ. XIV, 7). Amor, voluntad, afán de felicidad circunscriben esta esfera dinámico-vital que, para San Agustín, es propiamente lo esencial, lo propiamente enjundioso del hombre: el corazón del hombre. Como tales, no son funciones que quepa separar, sino expresión de la vida toda en su dinámica propia; son modos distintos, el hecho fundamental del “yo vivo para hacer algo sensible, manifestaciones de un proceso vital homogéneo en sí”. Es una cosa inherente a la esencia misma del alma viva que esta anhela. Desiderium sinus cordis est. (In Juan. Ev. Tract. XL, 10).
Partiendo de este punto de vista se nos aclara también la significación del “voluntarismo” de San Agustín. La voluntad abarca toda la vida emotiva del hombre, todos los impulsos y estímulos. Voluntas est quippe in ómnibus (sc. Motibus): imo omnes nihil aliud quam voluntates sunt. (De Civ. XIV, 6). Todas estas voliciones encuentran su unidad en una última aspiración finalista, en la tendencia a otra vida. (Cfs. De Trin. XI, 6, 10).
Pero entonces nunca llegamos a plenoy libre desarrollo de fuerzas del impulso voluntarista que hay en nosotros. Nos vemos obstaculizados, somos impotentes. Los hombres quieren naturalmente lo mejor para ellos y se perjudican. (Ibid. XIV, 14, 18). Hacen lo que no quieren. No son libres. Nuestro corazón no está en nuestro poder. (De Dono Persever. II, 13,33) “…Bellum adversus me gero (En. in Ps. CXL, II)…Imperatanimus tibi resistitur…Unde hoc mostrum” (Conf. VIII, 9,21). Nuestra voluntad está dividida.
En este punto de la concepción del dualismo interno, la idea de San Agustín adquiere su máxima vivacidad. Quid facis de cogitationibus tuis? Quid facis de tumultu et caterva rebellantium desiderium? (En. in Ps. CLX, 18). Este dualismo interno, esta lucha que constantemente sostiene el hombre consigo mismo es el enigma peculiar del hombre. Exsurgit, opprimo; renititur, refreno; repugna, expugno. In tota anima et toto corpore conditionem habeo pacis Deum: quis in me seminavit hoc bellum? (Contra Jul. V, 7, 26). Y esto, a su vez, según toda la concepción del mundo de San Agustín, significa “¿Quién ha querido esto?” (De Civ. V, 9, 4) ¿Quién es el culpable? No puede serlo Dios. El hombre mismo es responsable de su destino, el hombre pecador. La voluntad es lo decisivo. La voluntad que tan pronto es buena como mala (cfs. De At. Contra Pel. II, 13), que a todo imprime su valor (Contra Jul. I, 8, 37), y que en el hombre sólo puede provenir del hombre (Contra sec. Jul. Resp. V, 43).

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